LA VIDA EN MINÚSCULA, Alfred Polgar

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ALFRED POLGAR, La vida en minúscula, Acantilado, Barcelona, 2005, 152 páginas.

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HISTORIA SIN MORALEJA

   El pasado domingo, a las tres, Leopold, estudiante de bachillerato, dijo que tenía que salir porque el autobús para ir al partido de fútbol salía a las tres y cuarto
   —¿Y tus deberes para mañana?— le preguntó su madre.
   —Ya los haré por la noche.
   La tía Alwine opinó que era una lástima tener que pagar el billete del autobús, porque una persona joven como él podía perfectamente ir a pie.
   Llegó la noche y Leopold todavía no había vuelto a casa. Después se enteraron de que el autobús, que había salido puntualmente a las tres y cuarto, se había despeñado por un barranco, y de que todos sus ocupantes habían resultado gravemente heridos.
   La madre, una vez recuperada del desmayo, empezó a lamentarse por haber permitido a Leopold dejar para la noche sus deberes escolares. Ahora le tocaba pagar su debilidad de madre.
   Su padre se puso a maldecir el condenado partido de fútbol y toda aquella locura del deporte.
   La tía Alwine chilló: «¿No habría podido ir a pie, como los chicos de su edad?»
   Su marido movió con solemnidad la cabeza: «Hoy es tres de agosto, el día en que murió nuestro abuelo, que en paz descanse. Tendríamos que haber pensado en ello.»
   La abuela materna dijo para sus adentros: «Hace poco, lo pillé diciendo una mentira. Le reñí: “Decir mentiras es pecado y quien peca debe ser castigado.” El se rió de mí...»
   La criada le dijo al carbonero: « ¡Lo ves, lo ves! Cuando te he dicho que esta mañana había visto pasar un gato negro, te has puesto a reír...»
   Después, la criada fue a ver al portero para comentar con él la desgracia.
   —Sí, claro—dijo—. Primero querían ir de excursión. Pero como la modista no había acabado aún el vestido de la señora, al final se han quedado en casa. Por un cochino trapo...
   La mujer del portero sentenció: «El domingo es día de quedarse en casa, padres e hijos... Pero la gente bien ya no tiene vida familiar.»
   Emma, una de las dos dependientas de la confitería de al lado, se arrepentía amargamente de su mojigatería. Si no le hubiera dicho que no, el jovencito habría pasado, el pobre, la tarde con ella en vez de ir al fútbol.
   Bobby, el dobermán, pensó: «Ayer me pegó una patada. Mi primer impulso fue morderle una pierna. ¡Qué lastima no haberlo hecho! De esa manera, no habría podido ir al fútbol.»
   Al anochecer llegó a casa, divertido, Leopold. Todo aquello del partido de fútbol se lo había inventado. En realidad había ido con Rosa, la otra dependienta de la confitería, a una fiesta campestre que, al parecer, había transcurrido de modo francamente satisfactorio.
   La madre abrazó a su hijo con una ternura sin límites.
   Su padre le pegó un par de bofetadas.
   La abuela materna juntó las manos y rezó en silencio: «Gracias, Dios mío, por haber permitido que volviera a mentir.»

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