FÁBULA RASA

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Fábula rasa, Alfaguara, Madrid, 2005, 352 páginas.

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En El arte de perder la mirada (pp. 15-20) Enrique Turpín, también antólogo, señala "que la esencia de la fábula contemporánea se constituye en el ataque irónico a las enseñamzas útiles o morales". Organizada en cinco secciones temáticas  (Ovidio encuentra a Kafka, Nuevos evangelios apócrifos, Regreso al origen, Fauna ejemplar, El alma de las cosas), recoge textos de autores de las dos orillas: Borges, Denevi, Cabrera Infante, Shua, Vicent, Otxoa, Fraile, Benítez Reyes... 
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FÁBULA NEGRA
   
   Allí estaba, en su extraño tenderete, a la sombra de los negros pájaros, el hombre que criaba cuervos. Los cuervos se posaban en los palos del tenderete y picoteaban lo que el hombre les daba de comer en la mano. De pronto, uno de los bichos echaba a volar, describía unos círculos en el cielo y descendía de nuevo. Los cuervos miraban al hombre con sus caras de cuervos, esperando más carroña. Los había grandes y pequeños. Vino el hombre que daba pan a perro ajeno.
    —¿Qué hace usted ahí con esos pajarracos? —preguntó.
    —Ya lo ve. Crío cuervos.
   El otro bajó la cabeza y no dijo nada. El criador de cuervos era delgado, asténico, funerario, bondadoso.
   El hombre que daba pan a perro ajeno era pícnico, ruboroso, lento y llevaba los bolsillos reventones de pan tierno y de  pan duro.                     
   —Ya sé lo que está usted pensando —dijo el hombre que criaba cuervos.
   Hubo un silencio.
   —Bueno, yo no he dicho nada —se disculpó el otro, sin tener de qué disculparse.
   —Sí; está usted pensando que a quien cría cuervos, los cuervos le sacarán los ojos.
    El hombre que daba pan a perro ajeno hizo un vago gesto de asentimiento fatalista, como queriendo decir: «Ya veo que es por su propio gusto; usted se lo busca; conoce su destino».
    —Qué se le va a hacer —suspiró el criador de cuervos, tomando de un cubo un puñado de carroña y acercándolo al pico del cuervo que se le había posado en un hombro—. Ya sé cuál es mi destino. Crío cuervos y me sacarán los ojos. Pero es lo que he deseado toda mi vida. Desde pequeño. Criar cuervos.
   El otro no ocultaba ya su repugnancia a la vista de los pajarracos, y miraba un poco hipnotizadamente cómo el cuervo comía en la mano de su dueño.
   —De pequeño, en mi pueblo —prosiguió melancólicamente el hombre alto— cayó un día en mis manos una cría de cuervos. Le salvé la vida con muchos cuidados. Estaba a punto de morir. Y ahí empezó todo. Desde entonces comprendí que el destino de mi vida era criar cuervos.
   —¿ Y no pensó usted nunca en el refrán? Vamos, en la frase esa, quiero decir. Claro que no es más que una frase y...
   El hombre pícnico había sacado de un bolsillo de la chaqueta un mendrugo de pan y se puso a roerlo con sus dientecillos. El otro seguía hablando de su pueblo, de su infancia, de los cuervos, de que un día, fatalmente, uno de aquellos cuervos le sacaría los ojos. Pero su interlocutor ya no le escuchaba. Se había parado allí cerca de un perro sin raza, bohemio, sucio, y el hombre que daba pan a perro ajeno se quitó el pan de la boca para ofrecérselo al can, que en seguida empezó a triturarlo con sus agudos dientes.
   —¿Por qué hace usted eso? —preguntó el criador de cuervos.
   —Ya ve. Yo doy pan a perro ajeno. Llevo los bolsillos llenos de pan. ¿Quiere usted un poco?
   —Pero ese perro no es de nadie. Es un perro callejero.
   —No hago excepciones. Decía que si quiere un poco de pan. ¿Les gusta a sus pájaros el pan?
   El hombre que criaba cuervos se volvió a mirar con ternura a sus bichos. Recordaba a los hombres que venden canarios en el Rastro y en los mercados, y los llevan en una especie de estandarte de palos cruzados.
   —Me parece que no —dijo——. Y no se lo tome usted a mal —añadió—, pero ellos son así.
   —Usted sí me aceptará un mendrugo ...
   —Por supuesto —dijo el otro, agradecido.
   Y los dos hombres se repartieron un pedazo de pan. Masticaban en silencio, mirándose de vez en cuando a los ojos como para decirse algo, pero sin decir nada. Al fin, habló el que criaba cuervos:
  —Si siempre anda usted dando pan a los perros ajenos, pierde pan y pierde perro. Ya lo dice el refrán.
   —Por supuesto. Nunca he conseguido tener un perro propio. 
    Hubo otro silencio lleno de melancolía de aquel hombre sin perro. Los dos hombres seguían masticando. El perro callejero roía su mendrugo. Los cuervos lo miraban todo y graznaban entre ellos dando picotazos crueles al aire.
   —Le gustan mucho los perros, ¿eh?
   —Ya ve. No puedo ver un perro sin ofrecerle un pedazo de pan. Tienen siempre esa mirada de hambre... Incluso los perros de rico, no vaya a creer. ¿Usted se ha fijado en la mirada de un perro? El perro debe de haber pasado hambre, mucha hambre, no sé cuándo, quizá era lobo, en algún tiempo remoto. Se han dicho muchas cosas sobre los ojos de los perros. Que miran con gratitud, con ternura, con inteligencia. Se ha dicho que el perro es el mejor amigo del hombre. Qué quiere que le diga. Yo lo único que veo en la mirada de un perro es hambre. Siempre hambre. Por eso no puedo menos de...
   —¿Y por qué no prueba a tener un perro propio? —preguntó el que criaba cuervos, alargando su delgado brazo con el fin de acariciar el negro plumaje de uno de aquellos pajarracos.
   —No. Sería imposible. Si yo tuviera un perro propio, siempre el mismo, acabaría por ignorar a los demás perros. Acabaría haciéndome egoísta. O lo que es peor —añadió después de una pausa—·, acabaría traicionando a mi perro. Dando pan a otros perros a escondidas ...
   El otro asintió con la cabeza. Comprendía.
   —Al fin y al cabo, el perro es un animal agradecido —dijo—. Estaba pensando, sin duda, en su estéril tarea, en su ingrato destino de criador de cuervos.
   —Ésos no, claro ... —suspiró el otro, apuntando vagamente a los pajarracos.
   El hombre alto denegó con la cabeza. —y luego, el peligro de ...
   —Sí, no le importe decirlo. Lo del refrán. Uno de éstos acabará sacándome los ojos. Es ley de vida. Si por lo menos supiera cuál de ellos va a ser —y los abarcó a todos con una mirada.
   —¿Para qué quiere usted saberlo?
   —Para quererle más que a los otros.
   —Los cuervos son un poco como Judas, ¿no?
   —Sí. Como Judas... Pobrecillos; pero ellos no saben lo que hacen...
   Y había ternura en sus palabras. Era un criador de cuervos con corazón de criador de gorrioncillos.
   Otro perro se había acercado por allí.
   —Un deeshound. Es un deeshound— dijo el hombre que daba pan a perro ajeno, disponiéndose a echarle un pedazo al animal.
   —¿Conoce usted todas las razas de perros?
   —Bueno, no todas. Algunas. Pero ya le he dicho que no hago distinciones. Un perro es un perro. Con collar o sin collar. Perdido o con dueño, yo no puedo menos de darles a todos un pedazo de pan. Sé que es lo que esperan de mí. Es lo que esperan del hombre. Para ellos debemos ser como dioses. Es la fortuna que tienen los animales. ¿No ha pensado usted eso?
   —No. Nunca lo había pensado, Pero quizá por eso mismo crío yo cuervos.
   —Claro. Un hombre es un dios para un perro... Bueno, y para un cuervo —concedió después de una pausa. En tanto habían ido acercándose otros perros en torno al hombre, que, afanoso, se sacaba pan de todos los bolsillos, de entre la ropa, y lo repartía a las bestias. Los perros mordían y gruñían. Los cuervos graznaban y su dueño les daba de comer distraídamente, mientras contemplaba con austera ternura la labor del desconocido.
   —¿No cree usted que nos tomamos demasiado trabajo por estos bichos? —dijo de pronto uno de los hombres.
   —Quién sabe. Nunca se sabe —dijo el otro.
   Y se sonrieron melancólicamente, amistosamente, comprensivamente, entre los perros y los cuervos.


Francisco Umbral

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