COMPAÑÍA K, William March

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WILLIAM MARCH, Compañía K, Libros del Silencio, Barcelona, 2012, 312 páginas.

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La introducción de Philip D. Beidler (pp. 9-34) explica de forma concisa en qué consiste este libro, un tesoro oculto al español hasta la presente traducción de Bianca Southwood: "(...) unos soldados se presentan por separado sin tregua, uno detrás de otro, confundiéndose los vivos con los muertos, para ofrecer sus testimonios espantosos en primera persona, y, narración tras narración, estos testimonios exponen fundamentalmente un único hecho de las guerras modernas: el hecho de la muerte violenta, repugnante y obscena".

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EL SOLDADO LESLIE JOURDAN

   Al término de la guerra me mudé a Birmingham, Alabama, y compré una fábrica de pintura con el dinero que me había dejado mi padre para que pudiera completar mi formación musical. Conocí a Grace Ellis y nos casamos. Tenemos una casa y tres hijos apuestos y sanos. Hemos ahorrado suficiente dinero en bonos de inversión para poder vivir con desahogo durante el resto de nuestras vidas. En general, he prosperado más que la media y Grace, que me ama de verdad, ha sido feliz.
   Apenas recordaba que alguna vez hubiera tocado el piano hasta el día en que me topé con Henry Olsen en el vestíbulo del Hotel Tutweiler. Me dijo que estaba de gira por las principales ciudades del sur del país, haciendo una serie de conciertos, y que allá donde había ido las reseñas de los críticos habían sido buenas. Olsen y yo habíamos estudiado juntos en París bajo la enseñanza de Olivarria en 1916, cuando éramos unos críos.
   A Henry no le cabía en la cabeza que hubiera dejado de tocar el piano. Traté de desviar la conversación, pero él insistía en hablar del tema y no dejaba de recordarme que Olivarria (ya fallecido) solía decir que yo tenía más talento que todos sus alumnos juntos y que preveía que iba a convertirme en el gran virtuoso de mi época.
   Me reí e intenté una vez más cambiar de tema. Empecé a hablar de cómo había prosperado en el negocio de la pintura, pero Olsen se empeñó en interrogarme y en reprenderme por haber dejado la música. Entonces me vi obligado a hacerlo. Saqué las manos del bolsillo y las apoyé suavemente en su rodilla. Mi mano derecha seguía siendo tan buena como siempre, pero la metralla me había dejado la otra destrozada. No queda nada de mi mano izquierda, salvo un dedo gordo alargado y dos jirones de piel sin hueso.
   Después, Henry y yo hablamos del negocio de pintura y de lo bien que me había ido hasta que llegó la hora de despedirnos para que fuera a dar el concierto.

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