BENEMÉRITAS ANÉCDOTAS, Germán Vaquero

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GERMÁN VAQUERO, Beneméritas anécdotas, Paréntesis, Alcalá de Guadaíra, 2010, 172 páginas.

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A través de un estilo coloquial, con marcas propias de la oralidad, Germán Vaquero pretende en las sucesivas anécdotas transmitir una imagen de la Guardia Civil mucho más cómica y desenfadada de la que se tiene habitualmente de los trabajadores que integran este cuerpo paramilitar de seguridad pública.

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UNA HOSTIA DEL COPÓN

   Casi como deducirán del título, y no es que haya optado a estas alturas por un lenguaje soez en mis relatos, la Iglesia y nuevamente un cura, serán protagonistas de una de mis anécdotas.
   No piensen mal, no crean que la haya tomado con el clero secular por dedicarles otro de mis chismes, ¡Dios me libre! Así que, tras esta blasfema aclaración, doy paso a otra simpática historieta que me contara un buen compañero en agradecimiento y como premio por haberle narrado aquel divertido encontronazo que en mi etapa asturiana, tuve con otro presbítero y que, bajo el título de «Pater Putatibus», ya os he transmitido.
   Proveniente de una pequeña aldea situada a orillas del Cantábrico, se recibía llamada en el puesto por parte del sacerdote del pueblo quien afirmaba encontrarse herido en el interior de su parroquia tras sufrir un accidente fortuito.
   Y se preguntarán: ¿por qué el párroco llamó a la Guardia Civil antes que a una ambulancia? ¿Acaso no es más lógico llamar a los servicios médicos que al cuartel? La respuesta, al menos por aquellas tierras, es bien sencilla. La Guardia Civil es requerida para casi todo, lo que es, sin duda, un orgullo para este Cuerpo, aunque a veces..., para muestra un botón: prestando servicio de puertas, recibí una llamada de un campesino del Concejo de Villayón, en la montaña asturiana, donde me informaba que no tenía luz en la cocina. Y sí, han leído bien, parece que aquella buena gente se siente más tranquila poniendo en conocimiento de la Guardia Civil cualquier problema que se les presente que acudiendo directamente a la empresa de electricidad, agua, ambulancias, bomberos o cualquier otro servicio que precisen. Comprenderán ahora que el pater llamase antes al cuartel que a urgencias médicas «Llamo mejor a la Guardia Civil, que además de ayudarme, seguro que con ellos viene la ambulancia y el médico», debió de pensar y, de hecho, así fue.
   Recibido el aviso del accidente en el cuartel, la patrulla del puesto se dirigió a su pequeña capilla, pudiendo constatar la veracidad de lo comunicado ya que hallaron al herido sentado en los escalones del altar de la iglesia con una considerable brecha en la frente de la que había brotado mucha sangre. Afortunadamente, había cortado la hemorragia usando una pequeña toalla en origen blanca, pero que se había tornado roja. Ello, junto con la sangre que aún conservaba reseca a lo largo de su rostro, evidenciaba el aparatoso incidente. Tras ser ayudado a levantarse y mientras esperaban a la ambulancia que el de puertas ya había solicitado, se le preguntó:
   –Padre, ¿qué es lo que le ha pasado? ¡Está usted hecho un Cristo! –señaló uno de los agentes, inconsciente de la comparación que acababa de hacer.
   –Nada, un pequeño accidente –contestó de forma concisa y un tanto mareado.
   –Pero cómo un accidente, padre, si parece que acaba de pasar por aquí un huracán –añadió el guardia.
   Al principio, el cura era reacio a contar los detalles de lo acontecido en aquel lugar, restándole importancia al asunto, pero los restos de sangre en su cara y también en el suelo junto al altar, un cubo de agua completamente derramado y su fregona a varios metros de distancia, el Copón Divino tirado por un lado y un cirial doblado tirado por otro junto a un trozo de vela rota, hacían pensar en algo más que una simple camballada.
   Finalmente, el capellán confesó su nimio accidente. Indicó que, mientras limpiaba la iglesia con cubo y fregona, escuchaba un trascendental partido de fútbol entre el Celta y el Xerez en un pequeño transistor situado en el altar que, debido a la poca potencia de su antena, usaba el dorado Copón como improvisado amplificador.
   Sin embargo, y mientras fregaba felizmente la zona próxima al púlpito, un gol del Xerez en los instantes finales del partido le trastocó todos los planes. Del coraje que le entró, sin que mi compañero y transmisor de la anécdota pueda precisar si había apostado algo en el encuentro o simplemente era ferviente seguidor del club vigués, pateó a lo Roberto Carlos el cepillo de la iglesia impactando este contra el improvisado Copón-antena que, a su vez, salió despedido cayendo del altar y golpeándose contra los escalones de mármol.
   Pero ahí no quedó la cosa. De la inercia, al cepillo aún le quedó fuerza como para sobrevolar la zona cual platillo volante hasta chocar contra uno de los dos ciriales que había apoyados en la pared. El golpe, si bien no muy fuerte, sí fue lo suficiente para desequilibrar aquel enorme candelabro usado por los monaguillos en las ceremonias religiosas, por lo que el leñazo que daría contra el suelo sería considerable.
   El pater, lanzando por los aires la fregona y tropezando con el cubo de agua, intentó en última instancia evitar el castañazo, pero el cirial, de unos quince kilos de peso, se coló entre sus manos, que no atinaron a atraparlo en el aire e impactó directamente y con violencia en su frente, provocándole la herida que presentaba.
   Y de esta guisa, el pobre señor alcanzó como pudo la pequeña toalla que empleaba para limpiar el Copón y, usándola para evitar que manara más sangre, se dirigió al teléfono para llamar a la Guardia Civil.
   –¡Ay que ver cuánto destrozo es capaz de hacer un simple gol, padre! –comentó el guardia tras escuchar la historia.
   –Pues sí hijo, sí. Y además, perdimos –respondió cabizbajo su protagonista.
   Seguro que a muchos seguidores pontevedreses del club de Balaídos les pesaría aquel gol en contra que le marcaron al borde del final del partido. Sin embargo, dudo mucho que a ninguno le doliera tanto como a nuestro infortunado protagonista.
   ¡Menudo porrazo y menudo destrozo!

FINAL DEL JUEGO, Julio Cortázar

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JULIO CORTÁZAR, Final del juego, Punto de lectura, Madrid, 2009, 208 páginas.

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Publicado originalmente en 1956, Final del juego es el tercer libro de relatos escrito por Cortázar. Respecto a Bestiario, su volumen de cuentos precedente, los textos se caracterizan por una mayor brevedad, a la vez que reclaman un lector más activo a la hora de interpretarlos. La organización de estos 18 cuentos en tres bloques (I, II y III) vuelve gradual la exigencia en su lectura y comprensión.

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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

   Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

IMPRESIONES DEL BIERZO, María Concepción Hernández

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MARÍA CONCEPCIÓN HERNÁNDEZ, Impresiones del Bierzo, Torremozas, Madrid, 2004, 96 páginas.


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"Captar o intentar captar con palabras la belleza de todo lo que nos rodea, desde la más insignificante brizna de hierba a la grandeza de un amanecer, es una empresa arduo difícil; y, sin embargo, nos atrevemos a intentarlo". Con esta premisa presenta la autora una colección de instantáneas que, vestidas con el traje del haiku, buscan ser representativas de la realidad paisajística del Bierzo. Además, Xosé Luís Martínez Allegue se encarga de volcar estos breves poemas al gallego, enriqueciendo así esta edición bilingüe.

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Ardiente 
es la piel del hombre. 
Noches de invierno.

BESTIARIO ACADÉMICO, Luis Íñigo-Madrigal

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LUIS ÍÑIGO-MADRIGAL, Bestiario Académico, Biblioteca Nueva, Madrid, 2003, 224 páginas.
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 Recoge este Bestiario Académico dispuesto por el orden del Abecé —advierte su autor—, "ochenta y tantas entradas zoológicas [...] de veinte diccionarios que van del siglo XVII  a nuestros días". Se mantiene la ortografía original. Las ilustraciones provienen de Les sognes drolatiques de Pantagruel... pour la récreation des Bons espirits, atribuidas a Rabelais, aunque de autor desconocido.
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JIRAFA, Fr. Girafe, Lat. Giráfa: otros camelopardális, animal feróz, de que hacen mencion muchos autores, sin que le haya visto alguno de ellos. Belle-forest dice que le hai en Madagascar: otros, que se halla mas allá del Ganjes. La figura de su cabeza, segun los que le describen, se parece á la del venado, el cuello es de casi dos varas de largos y mui delgado: las orejas, y pies hendidos; la cola redonda, y que no pasa de los jarretes; las piernas mas altas que las de cualquier otro animal; tiene dos cuernos de cosa de un pie de largos; la piel mui hermosa; el paso lento, y huye adonde nadie, por los comun, le pueda ver; pero si le cojen, es mui manso; no puede beber por razon de la altura que tienen sus piernas, si no dobla las manos delanteras; pero los mas cautelosos, y reservados, creen que este es un animal quimerico.


SIN PLUMAS, Woody Allen

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WOODY ALLEN, Sin plumas, Tusquets, Barcelona, 1979 (1976), 212 páginas.

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Aparecida en la sugerente colección Cuadernos Ínfimos, esta colección de textos humorísticos, predominantemente narrativos, incluye microrrelatos, microensayos y un bestiario.
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APARICIONES

   El 16 de mayo de 1882 el señor J. C. Dubbs se despertó en mitad de la noche y vio a su hermano Amos, que llevaba muerto catorce años, sentado a los pies de su cama y desplumando gallinas. Dubbs le preguntó a su hermano qué estaba haciendo allí, y éste le respondió que no se preocupase, que seguía muerto y que había venido a la ciudad únicamente el fin de semana. Dubbs le preguntó a su hermano que cómo era «el otro mundo» y éste le respondió que no muy distinto de Cleveland. Añadió que había vuelto para comunicarle a Dubbs un mensaje, que llevar un traje azul oscuro con calcetines rosa pálido es un gran disparate.
   En aquel momento, entró la joven sirvienta de Dubbs y vio a Dubbs hablando con una «niebla informe y blanquecina», la cual, dijo luego, le recordó a Amos Dubbs, pero su aspecto era un poco más agradable. Finalmente, el fantasma le pidió a Dubbs que le acompañase en un aria de Fausto, que ambos entonaron con gran fervor. Al despuntar el día, el fantasma atravesó la pared, y Dubbs, que pretendía seguirle, se fracturó la nariz.

   Éste se presenta como un ejemplo clásico del fenómeno de aparición y, si hemos de creer a Dubbs, el fantasma reapareció, hecho que hizo que la señora Dubbs saltase de su silla y revolotease durante veinte minutos sobre la mesa donde estaba puesta la cena, hasta que se estrelló en la salsa. Es interesante observar que los espíritus tienen tendencia a mostrarse traviesos, lo cual A. F. Childe, el místico inglés, atribuye al marcado complejo de inferioridad que les produce el estar muertos. Las «apariciones» guardan frecuente relación con individuos que han tenido un fallecimiento insólito. Amos Dubbs, por ejemplo, murió en circunstancias misteriosas cuando un granjero le sembró accidentalmente junto con unos nabos.

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EL CENDIL

   El cendil es un monstruo marino con cuerpo de cangrejo y cabeza de tenedor de libros titulado.
   Se dice que los cendiles están dotados de famosas voces canoras capaces de enloquecer a los marinos que las escuchan, particularmente cuando entonan melodías de Cole Porter.
   Matar a un cendil trae mala suerte: en un poema de Sir Herbert Figg, un marino dispara contra uno y su nave se va a pique en una tempestad, lo cual provoca que la tripulación se apodere del capitán y arroje al mar su dentadura postiza con la esperanza (tal vez vana) de continuar a flote.

EL DÍA MÁS FELIZ DE MI VIDA FUE CUANDO SE ESTRELLÓ EL CAMIÓN DE FOSKITOS, Antonio Valle

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ANTONIO VALLE, El día más feliz de mi vida fue cuando se estrelló el camión de Foskitos, Septem, Oviedo, 2006, 78 páginas.

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EL DÍA MÁS FELIZ DE MI VIDA

   El día más feliz de mi vida fue cuando se estrelló el camión de Foskitos. Casi sin darnos cuenta, chocolateados hasta los carrillos, lo importante ya no era atiborrarse de aquellos pastelitos que sólo probabas algún domingo de buen comportamiento, lo necesario era completar la colección de cromos de Spiderman que venía en el envoltorio. El conductor había ido hasta el pueblo para llamar desde el teléfono del bar: No podía imaginar que aquel día no había escuela y todos los niños correteábamos por la calle con los ojos abiertos como platos ante cualquier novedad.
   Corrí con toda mi alma, pero no llegué el primero. Comí más que nadie, como todos los demás. Cambié todos los cromos repes que pude, pero todos coincidíamos al final, con los mismos. Nadie completó la colección. Muchos llegaron a maldecir el camión de Foskitos, porque sus vidas se habían complicado más desde aquel día y habían conocido la dependencia y la frustración.
   Ahora, adultos en el bar, nos dividimos entre los que reniegan de los Foskitos, los ausentes por otras esclavitudes y los que aún tenemos un buen recuerdo de aquel maravilloso naufragio.

EL SÍNDROME DEL PEZ, Emilia Lanzas

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EMILIA LANZAS, El síndrome del pez, Gens, Madrid, 2012, 120 páginas.

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EL REDONDEL BLANCO

   A Jacinto le creció un redondel blanco en el ombligo cuando sonó la duodécima campanada, y todavía le quedaban en la mano cinco uvas; cuando en el salón de los espejos, la gente comenzó a besarse con deseos de buen año, y se los imaginó revueltos como un arroz con chipirones; cuando en la luna comenzaron a nacer estratos negros, y la soprano desplegó su nariz de sable para cantar el Ave María; cuando sintió el alma recubierta de alambre, y una sonrisa de prisma le indicó el camino; cuando comenzó a mirar con ojos de esparto, y la vida se le colocó en diagonal. Así, con el redondel blanco en el ombligo, salió a la calle el primer día del año. Algunos agachaban sus hocicos de perro y levantaban la pata al verle. Otros ponían gesto de rabino ante el Muro de las Lamentaciones. Pero Jacinto les aconsejaba que buscasen también su redondel blanco. Y aunque miraban cabizbajos, les habría abrazado como una madre gorila, con la fe de un cerezo. Y a la niña de puño en alto y al hombre con manchas en la piel, les dijo que nunca se quebrasen, que evitaran los periódicos con forma de abanico y que un zoológico para pingüinos no les iba a dar la felicidad. Y les repetía que buscasen su redondel blanco. Que pusieran todo su empeño.

INDICIOS PÁNICOS, Cristina Peri Rossi

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CRISTINA PERI ROSSI, Indicios pánicos, Bruguera, Barcelona, 1981, 140 páginas.

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   Me alcanza la bufanda y amorosamente me sonríe: tiene la esperanza que al llegar a la esquina una ráfaga de viento me ahorque o que yo decida suicidarme con la aguja con la que me ha cosido la camisa. Tomo la bufanda y dejo la sonrisa: tal vez sea cierto que afuera hace frío.

UN LUGAR EN EL PARQUE, Julia Otxoa

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JULIA OTXOA, Un lugar en el parque, Alberdania, Irún, 2010, 140 páginas.

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OTO DE AQUISGRÁN

   Cuentan que el emperador Oto de Aquisgrán era tan sumamente perfeccionista, que, acometiéndole una vez un agudo ataque de melancolía profundísima, y decidiendo en medio de tristes delirios acabar con su vida, tuvo tan extremado cuidado en dejar bien acabados y atados los asuntos de la corte, que antes de pasar a mejor vida pasó años y años despachando con sus consejeros, firmando tratados y recibiendo en mil audiencias. Hasta el punto de que al fin todo en orden, el pobre empera- dor Oto, ya muy anciano y enfermo desde su lecho de muerte, no recordaba realmente el extraño motivo que le había tenido toda su vida sumido en aquel delirante y frenético ritmo de trabajo, no conocido jamás en ninguna corte imperial.

BREVIARIO DEL CAOS, Albert Caraco

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ALBERT CARACO, Breviario del caos, Sexto Piso, Madrid, 2006, 128 páginas.
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Rodrigo Santos Rivera traduce al español este conjunto de reflexiones publicadas por primera vez en 1982, once años después de la muerte de este filósofo nihilista frecuentemente comparado con Cioran.
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   Las ciudades que habitamos son las escuelas de la muerte, porque son inhumanas. Cada una se ha convertido en el cruce del rumor y del hedor, cada una convertida en un caos de edificios, donde nos apilamos por millones, perdiendo nuestras razones de vivir. Infelices sin remedio, nos sentimos, lo queramos o no, comprometidos a lo largo del laberinto del absurdo, del que no saldremos salvo muertos, pues nuestro destino es siempre multiplicarnos, con el único fin de perecer innumerables. A cada vuelta de rueda, las ciudades que habitamos avanzan imperceptiblemente la una contra la otra, aspirando a confundirse, es una marcha hacia el caos absoluto, en el rumor y en el hedor. A cada vuelta de rueda el precio de los terrenos sube, y en el laberinto que engulle el espacio libre, las ganancias de la inversión elevan, día a día, un centenar de muros. Ya que es necesario que el dinero trabaje y que las ciudades que habitamos avancen, es también legítimo que en cada generación sus casas doblen su altura y el agua venga a faltarles cada dos días. Los constructores sólo aspiran a sustraerse al destino, que ellos nos preparan, yendo a vivir al campo.

AGUA, Joaquín Araújo

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JOAQUÍN ARAÚJO, Agua, Gadir, Madrid, 2012, 95 páginas.

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 Este libro, caligrafiado por su propio autor, presenta un feliz alegato en defensa del agua, cuyo argumentario se sustenta en audaces aforismos, bellos y serenos haikus y logradas greguerías. En Hontanar (pp. 4-6), leemos: "El agua es espejo que nada ni nadie debería romper".
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Somos agua que piensa.
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El agua tacha la suciedad
con su limpia transparencia.
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¿Bebe el agua cuando llueve?
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Hasta cuando la abrasamos el
agua apaga el incendio que somos.
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Los relámpagos son ríos de luz.
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Pescar belleza con el anzuelo
de nuestros ojos.


CINCO DEL ÁGUILA, Carlos Chimal

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CARLOS CHIMAL, Cinco del águila, Era, México, 1990, 144 páginas.

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ÉXTASIS
A Margarita Burgos, José Juan Delfín y Andrés

   Fue una despejada y silenciosa mañana. Era también la invisible brisa que poco a poco se disipaba. Alguien me lo había advertido antes, pero no fue sino hasta ese domingo que pude comprobarlo con mis propios ojos. Mientras caminaba hacia el centro, recordé: "Los pájaros pueden predecir el futuro". Orienté mi oído a la selva, que ahora se hallaba privada del aletear y el barullo de todo averío, como si pico, espoleta y nido hubieran sido echados del mundo. Aunque nadie debió sentirse sorprendido. La radio hablaba de ello días antes y las brigadas de prevención hacían su labor, si bien de manera discreta para no crear, digamos, expectación entre los visitantes. Aquí todos vivimos de ellos, o casi todos. Quizás alguno que otro maya se dedique a la siembra o a la pesca, pero la bendición del Creador llega por avión. "Y no vienen a inquietarse", ha dicho el gallego, "sino a derramar".
   Al cruzar por el Palmasola, un supermercado que ostenta una enorme vitrina hacia la calle, miré a sus tranquilos, e incluso distraídos empleados, y a un pequeño grupo de compradores con apenas una o dos bolsas más de lo común. Pasé luego a corta distancia del malecón y vi a los pescadores descargando afanosamente la pesca de bajura, la pesquería, una versión fresca del pange lingua, y a los animosos visitantes abordar un barco excesivamente empavesado para su corta eslora. Llegué por fin al centro, donde se hallaban reunidos ya el gallego, el inglés y mi socio. "Cumplir con el precepto", atravesó mi cabeza. El gallego, que se siente más mexicano que mi socio y yo juntos, envidia al inglés porque todas sus ganancias no rebasan los 20 cm. Ha sabido comprimir una vida y no posee nada más voluminoso y pesado que una maleta con una docena de trajes de lino y camisas de algodón. El resto es cristalería pura, brillantes y algunos diamantes. Envidiable bisutería. De hecho, asistió a la escuela en la esquina de Knightsbridge y Sloalle St., en ele corazón no sólo de Londres, sino, según cualquier Sloane Ranger, del universo entero. Piensa que la familia es lo que realmente importa, aunque no es casado, y ama el pasado. De alguna imprecisa forma dice estar ligado a la aristocracia. Siente que su alma pertenece al medio rural y cree que una ciudad, si posee notable arquitectura antigua, merece vivirla para que el ciudadano disfrute de su servicio, permitiendo que quienes están en capacidad, hagan un par de millones, de libras quiero decir, y se retiren al campo. Mi socio y yo hemos venido a esta isla precisamente huyendo de una urbe que es como una embarcación donde el agua que has sacado, al día siguiente vuelve a alcanzar su nivel. Nunca hacia arriba, nunca hacia abajo. ¿Un trago, un café?; tal vez un éxtasis, 24 horas de fuste, arqueo y papel, un hielo en el Caribe, una noche pirata y see you at AIDS. Llegó el capitán de nuestro barco y le dijimos: "Haga usted lo que le mejor le parezca". Luego de una conveniente despedida, cada quien se fue a desencallar su virilidad, a echar al través su espíritu sagaz o remiso, como el de mi socio. ¿Para qué tanta agua y comida? ¿Para qué perder tantos días sin snorquelear y tantas noches piratas? ¿Qué con los clientes?
   Tomé mi dotación de pilas y me largué a mi casa, donde mi mujer terminaba de afianzar su posición en la tierra y mi pequeño hijo aguardaba, haciendo y deshaciendo figuras de madera. Tomamos las últimas providencias colocando bandas de cinta adhesiva en las ventanas. Mientras lo hacíamos, recordé la manera impaciente de apilar aquellos tambos de plástico con los que intentaban proteger el enorme cristal de Palmasola. La tarde caía y encendí por última vez la radio. Denuedo. Umbral. Filiación. Línea. Nodo. De pronto, el cielo desapareció y con él el horizonte. Y así la tierra. El refrigerador y el aire acondicionado exhalaron, dando paso a la entelequia, a una mónada crepitante que nos aventó a la cocina, y allí, acurrucados, vimos una inmensa mano que golpeaba los cuatro puntos y un haz de cerdas que chasqueban en la zona más profunda de nuestras cabezas. Tal fue la noche y tal la mañana. Y durante esa noche, la noche de la justicia original, el capitán prefirió vivir en alta mar su propia galerna. Montado en cuatro motores Dina y con la tripulación completa, buscó hora tras hora la línea del viento y la enfrentó. Bajo el soplo opalescente y el aura irreconocible, rodeado de un simún extraviado, vieron pasar el transbordador de Cozumel, espectral, movido por la fuerza de la costumbre. Más tarde, mucho más tarde, cuando el entorno había mudado su semblante y el cerrojo de la bóveda fue corrido, dejándonos ver una nítida mañana, como un axioma celestial, apenas reconocí el rostro desencajado de mi socio, que corría por las calles clamando agua y comida. Caminamos ansiosos hacia la playa, sin que nos quedara otra cosa en el estómago más que un novillo arrinconado. Decenas de tambos y millones de astillas reposaban en el fondo de Palmasola El gallego siguió envidiando al inglés, que tomó el último vuelo y probablemente a estas horas despertaba de nuevo su pasión por la India. Como un golpe en vago, ayudamos a rescatar los cuerpos de varios criados mayas, ahogados porque sus patrones nunca les anunciaron el tope, ni les dijeron cuándo parar. En el momento en que envolvíamos un cuerpo más, vimos aparecer, ese magnífico día, nuestro barco en el horizonte. Agobiados, erráticos, con lágrimas en los ojos, mi socio y yo comenzamos a aplaudir.

CUENTOS DEL MEDIODÍA, Luis del Val

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LUIS DEL VAL, Cuentos del mediodía, Algaida, Sevilla, 2008 (1999), 256 páginas.

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JORNADA LABORAL

   El despertador digital sonó puntualmente a la siete y media. El bip bip se extendió unos segundos por el dormitorio, tiempo suficiente para que su mujer se removiera inquieta hasta que él extendió el brazo para enmudecer el aparato. Entonces ella se arrebujó en la tenue sábana y siguió durmiendo.
   La ducha fría terminó de despertarle y, ya en el vestidor, eligió un traje azulado de verano, una camisa de seda de color verde muy claro, una corbata de dibujos azules y amarillos, y unos zapatos castaños, a juego con el cinturón.
   Por un momento, mientras pulsaba el control remoto de apertura de la puerta del chalé, y ponía en marcha el automóvil de gran cilindrada, cuyo suave ronroneo parecía la caricia de un animal salvaje que apaciguara su furia, llegó a sentir esa satisfacción familiar que experimentaba cada nuevo día, como si todo lo que le rodeaba —la urbanización, su chalé, el cielo, incluso el propio automóvil— formaran parte de un conjunto perfectamente armónico. Condujo despacio hasta la ciudad y aparcó el automóvil en un garaje de las afueras. Luego, después de comprar un par de periódicos, tomó un autobús que le llevó hasta uno de los parques céntricos, y una vez allí, eligió un banco que recibía los primeros rayos de sol de la mañana y se dedicó a leer las páginas de economía.
   Deambuló por los grandes almacenes sin comprar nada, desayunó un par de veces en dos cafeterías distintas y, hacia el mediodía, llamó a su mujer para decirle que tenía un almuerzo de trabajo. Comió solo en un restaurante modesto, donde su corte de traje llamó la atención del camarero que parecía atenderle con más deferencia que al resto de los clientes, y después de almorzar se metió en un cine de sesión continua.
   Al anochecer, cuando la obediente puerta del chalé volvió a abrirse, y las ruedas del lujoso automóvil apisonaban la grava del sendero entre los setos de arizónicas, se dijo que debía hablar con ella, que no podía ocultarle por más tiempo que ya no era el importante director general, y que se había quedado sin trabajo.
   Pero, acobardado, tras la cena y la velada frente al televisor volvió a poner el despertador a las siete y media, como todos los días.

EL NUEVO BESTIARIO, Javier Tomeo

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JAVIER TOMEO, El nuevo bestiario, Planeta, Barcelona, 1994, 249 páginas.

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EL PULPO

   —Mi amigo Ramoncito —le digo al pulpo de mirada hipnótica que cada mañana se asoma a la ventana de enfrente, al otro lado del patio, mientras las fregonas de la vecindad tararean interminables canciones me ha contado muchas cosas sobre vuestro pueblo. Me ha dicho, por ejemplo, que Vosotros, los pulpos, sois de natural pacífico y que os encanta escuchar música. Me ha contado incluso que algunas noches de verano, cuando la luna brilla sobre el mar, os acercáis a la playa y que allí, encaramados a cualquier roca, os pasáis las horas muertas escuchando cómo los hombres morenos tocan la guitarra.
   —Ese Ramoncito del que me hablas te engaña —responde el pulpo—. Cierto que alguna vez, empujados por las olas, llegamos a la costa, pero te aseguro que cuando estamos en tierra firme no perdemos el tiempo escuchando guitarras o violines. Lo que sí hacemos es colarnos en los huertos, trepar a los árboles frutales, rodear las ramas con los tentáculos y apoderarnos de todas las frutas maduras que encontremos. No importa si son melocotones, peras o manzanas. Nos da igual. Todas nos parecen muy sabrosas.
   —No sabía yo —le digo— que os gustase también la fruta. Yo pensaba que lo vuestro eran, sobre todo, las langostas, vuestras enemigas, a las que, según tengo entendido, asfixiáis con vuestros tentáculos y succionáis luego su carne.
   —Las langostas, en efecto, forman parte importante de nuestra dieta, pero nos alimentamos de muchas otras cosas. Gozamos de un apetito envidiable. Tanto es así que algunas veces, a falta de presas, no nos importa devorar nuestros propios tentáculos. Podemos hacerlo tranquilamente, sin temor a quedarnos mancos, porque sabemos que, con el tiempo, acabaremos recuperando todos los miembros perdidos.
   —¿Y de qué os viene —le pregunto— la necesidad de comer tanto?
   —Somos tal vez —me confiesa en un susurro, para que las vecinas chafarderas no puedan oírle— las criaturas marinas más rijosas e incontinentes. Navegamos por las profundidades del mar pensando siempre en el amor y en el modo de dar satisfacción a nuestros deseos. Ya sabes lo que decía Cervantes: el mejor ministro del amor es la ocasión, y te aseguro que a nosotros no nos faltan las ocasiones. Entre los restos de los viejos naufragios abundan los momentos propicios para la pasión. Debemos, pues, alimentarnos debidamente (yo diría incluso que debemos sobrealimentarnos),  si no queremos acabar convertidos en una piltrafa y servir de fácil alimento a otros peces de costumbres menos licenciosas, sobre todo a las espantosas murenas de dientes venenosos. De todas formas, por mucho que nos alimentemos, no podemos vivir más de un año. Al cabo de ese tiempo las hembras empiezan a languidecer a consecuencia de sus frecuentes partos, así que tanto ellas como nosotros solemos morir a consecuencia de nuestros excesos.
        

CUENTOS COMPLETOS, Antonio di Benedetto

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ANTONIO DI BENEDETTO, Cuentos completos, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2006, 708 páginas.

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SALVADA PUREZA

   De todas maneras, ya tendría que haber suspendido la lectura. Debo medirme, para no gastar demasiada luz eléctrica; debo medirme para dormir las horas precisas y no ser mañana un reprensible empleado dormido.
   Me han quitado el libro de las manos los apasionados gatos, los seres del amor belicoso y esencialmente nocturno. Bajo la luna, creo yo, el amor puede ser más idílico y puede ser más bestial. Quizás la franqueza del sol propicia, dentro de la relación, las revelaciones que conducen al tedio y al desencanto.
   Entre todos esos gatos ha de andar mi gatito, mi Fuci, ignoro si idílico o bestial, sin duda irreconocible. Irreconocible aun para mí, que cuido su desarrollo y lo veo incluso en mis sueños, cuando sueño que es leopardo. Lo veo leopardo, como si yo fuese un padre normal y mi hijo hubiese ido más allá de mis deseos, tomando las proporciones de un gigante. Padre normal, al fin, no podría impedir que mi voz de adentro lo llamara, sencillamente, hijo.
   Asl llamo a mi Fuci-leopardo: simplemente, Fuci. Fuci, le digo, como un saludo y como un cariño, cuando lo visito en ese prado del parque donde reproduce su antigua costumbre de cuando era gato. Cuando era gato se avecindaba, envuelto en sí mismo, dormitando, al pie de alguna cacerola, que oliese bien. Ahora que es leopardo dormita en un prado donde picotean tres gallinas, a la espera, supongo, de que ellas mueran, para poder comérselas sin cometer excesivo deliro. En la espera se han abultado necesidades que, sin hacerle olvidar su anhelo, aunque relegándolo a la condición de una esperanza posiblemente fallida, le han impuesto otra vida y otra si- tuación. Su situación es actualmente la del jefe de familia. Vive, con sus cachorros y su elegida -que a mí me produce la impresión de una hiena y posiblemente lo es- en un horno abandonado, donde el prado extingue su verdor, que no puede entrar en la tierra salitrosa. Mi Fuci-leopardo a nadie permite acercarse, excepto a mí, si bien nuestra comunicación está un ramo interferida por la presencia de su esposa, que no me manifiesta simpaúa alguna. Me limito, entonces, a detenerme a cierta distancia del horno y mirar, nada más, mirar, mientras lo nombro: Fuci, como en una conversación unilateral, confidente y compasiva. Porque ahora veo, en el rostro triste y tenuemente severo del Fuci, el gravamen de las obligaciones, y yo pienso que, por más leopardo que sea, en lo íntimo es sólo un gato y no pueden cargarse demasiadas responsabilidades sobre un gato. Bien lo sé yo, por mi personal experiencia de hombre.
   Si ahora regresa, de los techos y de su porción de amor, sentirá en mí, más que la habitual protección del hombre al gato, la solidaridad de los nivelados por los problemas.
   Debe de ser él y esta noche tiene que ser leopardo, por la fuerza y la torpeza conque abre mi puerta.
   No.
   No es. Es un hombre, un hombre de presencia inexplicable. Tengo un segundo para saber que no necesita cuchillo ni revólver, que no le veo, para asesinarme; y un segundo para saber que, sin él, el cielo, que ha descubierto abriendo la puerta, podría ser hermoso.
   Por fortuna, yo soy un niño y aún me quedan muchos años de vida.
   Pero, ¿cómo libraré a mi Fuci de ese criminal?

TESORO DE MÁXIMAS, AVISOS Y OBSERVACIONES, Lucio Anneo Séneca

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LUCIO ANNEO SÉNECA, Tesoro de máximas, avisos y observaciones, Edhasa, Barcelona, 1998, 162 páginas.
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Carlos García Gual subraya en el prólogo algunos de los motivos por los que Séneca es un pensador tan apreciado: por la "vivacidad de su estilo, la agudeza de sus reflexiones y, además, por sus temas, que siguen siendo modernos, es decir, los mismos que pueden acuciarnos hoy".

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No porque sean difíciles no nos atrevemos a algunas cosas, sino que son difíciles porque no nos atrevemos a ellas.
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El no querer es la causa; el no poder, el pretexto.
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Nadie es tan viejo que no le sea lícito esperar un día más; y un día más es un peldaño de la vida.
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La desgracia escoge algún modo nuevo de lanzar sus fuerzas contra los que, al parecer, ya la habían olvidado.
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No puede el amor mezclarse con el temor.
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De ánimo debes cambiar, no de clima.
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Eso que tú crees cumbre es sólo un escalón.
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Tú estás ocupado; la vida pasa deprisa; llegará entre tanto la muerte y, para ella, quieras o no, tendrás que vacar de tus quehaceres.

FLOR DE TODO LO QUE QUEDA, Ramón Gómez de la Serna

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RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Flor de todo lo que queda, Edelvives, Zaragoza, 2012, 128 páginas. Selección: Raúl Vacas e Isabel Castaño. Ilustraciones: Pablo Amargo.

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La cosedora de sábanas cazó un oso blanco con su máquina de coser
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La máquina de coser es el aparato cinematográfico de las sábanas blancas.
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Todas las sábanas que guarda la luna son sábanas de hilo.
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En los carretes de hilo hay unos cuantos maíces de película íntima.
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Es bonito ese gesto con que la mujer que enhebra la aguja le retuerce el bigote al hilo.

IMAGINA ANIMALES, Xosé Ballesteros & Juan Vidaurre

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XOSÉ BALLESTEROS & JUAN VIDAURRE, Imagina animales, Kalandraka, Sevilla, 2008

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LA FREGULPO

   También conocida como la mochopatas, la fregulpo es un animal urbano de costumbres nocturnas. Aunque en apariencia cefalópodo, la fregulpo es realmente un gran arácnido, emparentado con la terrible tarántula de la selva salvaje, pero en este caso es inocuo. Suele vivir en los chalés adosados, comercios de ropa y colegios de primaria. Se alimenta de aguas turbias y suelos húmedos, que recorre de noche en compañía de cucarachas y otros bichos domésticos.
   En los meses de verano o de contumaz sequía, casi pasa inadvertida pero, cuando llegan las lluvias, la fregulpo se reproduce con gran rapidez, dejando su rastro en los trasteros. Su gran momento llegará siempre con las riadas o inundaciones; en esos casos extremos, la fregulpo se convertirá en una plaga, pero inofensiva.




EVOLUCIONES, José Moreno Villa

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JOSÉ MORENO VILLA, Evoluciones, Calleja, Madrid, 1918, 253 páginas.

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Subtitulado Cuentos, caprichos, Bestiario, epitafios y obras paralelas, está dividido en cuatro libros: el Libro I contiene Caprichos Románicos, Caprichos Góticos y Sabandijas humanas (pp. 27-89); el Libro II está íntegramente dedicado al Bestiario (pp. 95-158); el Libro III a los Epitafios (pp. 175-202) y el Libro IV, la Labor breve y paralela contiene poesías (pp. 215-245)
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LA VENGANZA
        
   Ante los mismos ojos de la infanta doña Sancha han dado muerte los Velas al infante don García, su prometido. Y esto después de la primera y última entrevista de amor; cuando aún jadeaban los pechos al acoso de las palabras íntimas. Nunca se habían visto, pero bastaron unas horas para encender aquellas almas púberes.
   Ante la ventana de doña Sancha abofetearon y acuchillaron al infante don García, su novio.
   La escena es un cuchillo venenoso en el corazón de la infanta.
   Pasan días y meses. Llega la hora de serle propuesto un nuevo esposo. Celebra Sancha su casamiento con don Fernando de Castilla y, al punto mismo de concluir la ceremonia, exige de su padre la persecución del criminal.
   «Si no me vengas —le dice— nunca mi cuerpo llegará al de don Fernando, tu hijo.»
   Entonces el rey don Sancho cercó y escudriñó los montes, apresó a Fernando Laynez, lo condujo ante la infanta y entregúndoselo, dijo:
   «Haz tú la justicia que tengas por bien».
   Y entonces, ella, hizo lo que sigue:
   Tomó un cuchillo en sus manos ella misma y tajóle las manos conque hirió al infante, después tajóle los pies conque anduvo en aquel hecho, después sacóle la lengua conque concertó la traición y los ojos conque lo viera todo. Concluido lo cual mandó traer una acémila y ponerlo en ella y pasearlo por las villas y mercados de Castilla y de León.
   Así se sacaba doña Sancha los cuchillos venenosos.

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NICOLASITO

   Doña Isabel de Velasco, que figura junto a Mari-Bárbola, hace poco le ha reñido seriamente a Nicolasito Pertusato, muñequito bailarín que, ahora, con precauciones, hostiga al soñoliento perrazo con su pie de juguete.
   Nicolasito había cometido un grave atentado. Figuráos que la Mari-Bárbola tendida, boca al techo, sobre un diván, estaba durmiendo. Esa postura hace que, en sueños, se abra la boca, y Nicolasito, corto, pero no perezoso, se la fue llenando con bolitas de papel.
   La pobre pepona se despertó falta de aliento, morados los mofletes, retorcida y espantada. A poco más, se ahoga.
   Por eso doña Isabel de Velasco le dió un tirón de orejas y le amonestó.
   Nicolasito ahora se divierte hostigando al perro, como si tal cosa. En su pequeña persona no duran mucho los sermones, y dentro de poco se esconderá tras un tapiz para dar un susto a don Felipe IV, cuando pase.
       

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EL OSO
        
   El oso es el oso porque adopta en ocasiones la postura del bípedo, que no le cuadra, y porque se pone a tocar la pandereta o a bailar al son de élla. No se da cuenta de nada: ni del largo de sus ancas, ni del ancho de su torso, ni de su divina gracia. Si se le ocurre dibujará en el aire, gentilmente una verónica belmontina.
   Es tan oso, tan oso —al fin, oriundo de países fríos—, mientras más al Norte menos se conoce el ridículo—, que no le preocupa ni su figura ni
el qué dirán. Hace lo que hace por el hecho mismo.

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ERA BELLA

Era de porcelana, fina y leve.
De su paso dejó transparencias,
gratos silencios, besos apuntados,
ritmos de marcha, sonrisas, bucles...
Monadas, que con ella se rompieron.

COME, ÉSTE ES MI CUERPO, Esther Andradi

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ESTHER ANDRADI, Come, éste es mi cuerpo, Último reino, Buenos Aires, 1991, 56 páginas.

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NUECES

   Los vegetarianos me dijeron que una nuez tiene las mismas proteínas que un bife. Así que el domingo compré nueces. Soy mujer de ideas antiguas o bien de escasos artefactos modernos. Ergo: no dispongo de rompenueces. De modo que pretendí partir a las condenadas golpeándolas contra la mesa. Imposible. Apelé a mi instinto y aplasté una contra otra. Infalible.
   La comprobación me enseñó que aún con feminismo y todo, la mejor forma de dividir a las mujeres no es aplastándolas contra el piso —como nos hacen a algunas—, sino apretándolas una contra otra.
   Como las nueces.


VERDADES A MEDIAS, Pedro Casariego Córdoba

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PEDRO CASARIEGO CÓRDOBA, Verdades a medias, Espasa Calpe, Madrid, 1999, 223 páginas.
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Esta selección de la obra de Pedro Casariego Córdoba, de la que es editor su hermano Antón, contiene en la sección Piezas cortas (pp. 89-108) catorce microrrelatos. 
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LOS ANIMALES IMPRUDENTES

   Cuando oigo la frase «el corazón es un artefacto silencioso técnicamente imposible», contengo la respiración y me pongo a buscar un animal imprudente. Los animales siempre estamos huyendo. Los animales imprudentes sólo huyen de los porcentajes y de las opiniones juiciosas y encarceladas. Son valientes y a veces deslenguados y maniáticos y pretenden vender sonajeros a los ancianos y sus piernas son las muletas del cielo quieto que quiere ver otras tierras. Cuando son pájaros ponen huevos como temblorosos aspirantes a mundos en llamas, y si no son pájaros ponen tiendas a todo plan y cazan contables a lazo y lanzan flechas a las bombillas de rostro pálido y ponen bombas en sus propios corazones y también en los de los otros. No preguntéis nunca a un animal imprudente cuánto cuesta una docena de huevos... Bueno, preguntádselo, se hará un lío enfadado y sonriente y luego dirá 29 X 2 y alzará la risa y el vuelo después de poner la última lavadora, y surcará un cielo sin erizos y con ardillas rayadas. Su piel blancucha tiene verdadera clase. ¡El animal es un avión falso, un espectáculo digno de verse! Sus alas son cheques en blanco y el animal imprudente despilfarra y se contonea gloriosamente forrado de dinero y de piel blancucha. Su piel es la piel celeste que perdió un rey de los bajos fondos. El animal imprudente se queda sin dinero y atraca a un ángel. ¡Bien!


Todos estos ojos buscan el genuino animal imprudente.

CUADERNO DE MICRORRELATOS II, Antonio Cruz

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ANTONIO CRUZ, Cuaderno de microrrelatos II, Colección Albigasta, Santiago del Estero, 2011, 56 páginas.

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 TABLAS 

   La reina negra sucumbió al alfil blanco; un caballo negro atropelló a la blanca. Los reyes, ya viudos, firmaron la paz decretando tablas.

LA BUENA GENTE, Pedro Orgambide

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PEDRO ORGAMBIDE, La buena gente, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1970, 168 páginas.

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LA INTRUSA

   Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. "¡Turra alcahueta!" —le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera  la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

NO SE VE BIEN SINO CON EL CORAZÓN, Antoine De Saint-Exupery

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, Tendrás estrellas que saben reír, Bruño, Madrid, 2012, 48 páginas.
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Subtitulado Pensamientos románticos de Antoine de Saint-Exupery, recoge fragmentos entresacados de El principito.
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Está claro que la perfección no se alcanza cuando ya no se puede añadir más, sino cuando ya no se puede quitar más.



LIBRO DE JUEGOS PARA LOS NIÑOS DE LOS OTROS, Ana María Matute

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ANA MARÍA MATUTE, Libro de juegos para los niños de los otros, Espasa, Barcelona, 2003, 48 páginas. Fotografías de Manuel Durán y Juan MIguel Sánchez Vigil.

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Espasa reedita con fotografías actuales los textos publicados por primera vez en 1961.
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EL JUEGO DE LOS TRENES QUE NO TIENE FIN
  
   El inacabado juego de los trenes va bien para las tardes malas tardes: tardes de cicatrices. Uno ya sabe. Los trenes van pasando. Las vías queman. Duelen las cicatrices, o las heridas recientes, aún abiertas: no somos perros que se lamen debajo de los puentes. No nos gusta pensar en cicatrices, pero duelen. Y pasan los trenes por la vía negra, como si fueran ardientes barras de carbón al sol. En el inacabado juego de los trenes toma parte la rabia, el rencor, o acaso el odio. Si es odio este deseo de irse, de marcharse, de no volver a ver jamás aquella blanca cicatriz que le parte la barbilla al padre. Si acaso es odio el irse y olvidar el agua, el humo, los ladrillos, el pan, los agujeros en la tierra, aquel pájaro que grita rodeado de alambres, entre rojos geranios, aquel banco de piedra por donde las hormigas trepan quién sabe con qué fin (como la firma a la entrada de la fábrica, las riñas, o las cañas, o los golpes). Allá va el tren, ahí va cercano: por la noche robamos un vagón cargado, buscamos mercancías debajo de las lonas, pasamos como sabias lagartijas. Ahí están el tren y las vías dañinas, donde una tarde aquel chico, se quedó roto: las piernas bonitamente rojas, las rodillas peladas, devoradas, hasta que lo taparon con un saco, como otra mercancia. Sería un bonito y descansado juego, este triste e interminable juego de los trenes, si uno pudiera escaparse en ese grito que de repente viene a cortar la tarde, el pensar, la vida, o quién sabe, algo como esa delgada cicatriz que parte la barba negra de aquel hombre. Ese grito del tren le hace a uno daño, y al mismo tiempo, parece que uno espera. (Dicen que al chico que se mató en la vía, lo llamaba aquel grito aquella tarde, y lo quiso jugar. Mala suerte.)

ABUELAS DE LA A A LA Z, Raquel Díaz Reguera

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RAQUEL DÍAZ REGUERA, Abuelas de la A a la Z, Lumen, Barcelona, 2012, 80 páginas.

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En Índice y explicaciones (p. 3) leemos: "Muchos sabemos que hay pocas sensaciones comparables a la de quedarse dormidos en el regazo de una abuela Tejedora de cuentos". Ésta es una de las ventinueve abuelas descritas en este tomo bellamente ilustrado por la también autora de unos textos marcados por la sutileza y un humor delicadamente amable. Completan el libro las Páginas especiales: Los bolsillos de las abuelas, Los recuerdos, Esencias enfrascadas de las abuelas del mundo...
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ABUELA DESMEMORIADA

   Hay abuelas que pueden recordar perfectamente lo que desayunaron un domingo de hace ciento veinte años (y quién las acompañaba y cómo iban vestidas y lo que haga falta) pero, sin embargo, no se acuerdan nunca de tu nombre; son las llamadas abuelas Desmemoriadas y las hay de dos tipos: las preocupadas por esos involuntarios tropezones de la memoria y las despreocupadas, que son las divertidas porque han decidido que allá donde no llegue su memoria llegará la improvisación, así que empiezan a cocinar cualquier cosa y acaban guisando cualquier otra, van a no sé dónde y terminan descubriendo no sé qué, empiezan un cuento conocido que termina teniendo un final imprevisible. Lo mejor de las abuelas Desmemoriadas es que les puedes decir que siempre es tu cumpleaños y así siempre se lo creen. Acostumbran a desordenar los nombres de sus nietos, es decir encadenan estos, uno tras otro, y los dicen de carrerilla y sin respirar hasta llegar al que realmente querían nombrar. Pierden cualquier cosa en cualquier lugar y dejan olvidado todo en todas partes, por lo que las tardes en casa de estas abuelas se convierten en una gymkana en la que sus nietos deben seguir pistas de los descuidos de la abuela hasta localizar cada uno de los objetos extraviados.

   Las abuelas Desmemoriadas tienen un pañuelo largo, larguísimo, en el que van haciendo nudos. Un nudo por cada cosa que deben recordar. Tienen una libreta para anotar qué tienen que recordar con cada nudo, una grabadora para dejar un mensaje que explica dónde guardan la libreta, que a su vez explica para qué sirven los nudos, y un broche de compartimento secreto con un papel con el teléfono de su hija, para que les recuerde dónde está la grabadora que le recordará dónde está la libreta que le recordará para qué sirve cada nudo.

   Los nietos más ingeniosos de este tipo de abuelas colocan pósit en las puertas, espejos o neveras de sus casas. En ellos, para ayudarlas a no olvidar escriben en mayúsculas: CERRAR LOS GRIFOS, APAGAR EL HORNO, HACER GALLETAS CON MERMELADA LOS SÁBADOS, LLEVAR A TUS NIETOS AL CINE LOS DOMINGOS.




ZOOPATÍAS Y ZOOFILIAS, Javier Tomeo

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JAVIER TOMEO, Zoopatías y zoofilias, Mondadori, Madrid, 1992, 145 páginas.

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Estas cincuenta y una narraciones están precedidas por pequeñas ilustraciones alusivas.
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EL HOMBRE RATÓN

   Aquel hombrecito de mirada asustadiza y largos bigotes hirsutos tenía la pretensión de ser un ratoncito. Cada tarde entraba en el bar, se sentaba en una mesa del rincón, cerca de la puerta, y se nos quedaba mirando con ojos brillantes y saltones sin dejar de imprimir a su mandíbula superior el característico movimiento que podemos observar en los auténticos roedores.
   Todos los del barrio conocíamos su verdadera historia y podíamos imaginar lo mal que lo estaba pasando desde que su mujer se escapó con el cartero. ¿Cómo convencer a un hombre, sin embargo, de que no es el ratoncito indefenso que piensa ser, sin más armas para defenderse que un par de pequeños incisivos de crecimiento continuo? ¿Cómo convencerle de que, a pesar de todo, vale la pena continuar viviendo? ¿Cómo ayudarle a recuperar la confianza?
   —Vamos a ver —le dije un día, dispuesto a devolverle la sensatez— Hábleme usted de quesos. Si realmente es ese ratoncito que pretende ser, sabrá distinguirlos sin el menor problema, pues todos sabemos que los ratones se pirran por e! queso.
   Le pregunté en que se distinguía el queso de bola del queso gruyere y el hombre pensó que quería tomarle el pelo y se me quedó mirando a los ojos, sin saber que responder. Le repetí la pregunta y me contestó por fin que los quesos de bola son los que tienen forma esférica y que el queso gruyere era el de los agujeros.
   —Ni siquiera es necesario probar esos dos tipos de quesos para distinguirlos —me dijo con una vocecita agguda que trataba de imitar el chillido prolongado de un ratón—. Pueden reconocerse a simple vista.
   —¿Qué me dice entonces del queso manchego? —le pregunté, sin dar mi brazo a torcer.
  —Es un queso elaborado con leche de oveja, de pasta firme y aroma y sabor muy característico. Puede consumirse fresco, seco o curado en aceite. Yo, personalmente, lo prefiero muy seco.
   —Déme una razón que justifique esa preferencia —le pedí.
   —Si el queso esta muy duro —respondió, abriendo la boca y señalándose los dientes con el índice— estos dos incisivos, que usted ve tan desarrollados, cobran todo su sentido.
   —¿Y el emmenthal? —le pregunté—. ¿Qué me dice del emmenthal?
   —Es un queso de vaca —respondió. Duro, compacto, con grandes ojos. No es fácil de encontrar en las despensas de este barrio.
   Reconocí que a juzgar por aquellas respuestas —que me dio sin ninguna vacilación— podría ser realmente un hombre ratón, pero no quise rendirme a las primeras de cambio y se me ocurrió otro sistema para devolverle a la realidad. Una mañana le sujetamos entre unos cuantos clientes del bar y le afeitamos el bigote en seco. Fui precisamente yo quien empuñó la navaja barbera. Le puse luego un espejo a un palmo de la nariz y le pregunte si todavía continuaba reconociéndose hombre ratón.
   —Así, sin bigote, me resulta muy difícil —reconoció tristemente, pasándose la yema del índice por encima del labio superior.
   Y aquel día señaló el principio de su recuperación. Continuó acudiendo cada tarde albar y sentándose en la mesa del rincón, pero poco a poco fue dejando de mover las mandíbulas y hace un par de días se decidió a jugar con nosotros una partida de dominó.

        

CUENTOS, HISTORIETAS Y FÁBULAS, Marqués de Sade

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MARQUÉS DE SADE, Cuentos, historietas y fábulas, Ediciones Busma, Madrid, 1989, 140 páginas.
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Escribe Leopoldo María Panero en su prolijo prólogo Sade o la imposibilidad (5-47): "Existen dos éticas, o mejor, tres. La primera —la del sádico-paranoico es la ética del Yo absoluto, y de la destrucción del Otro, y la segunda la ética del Otro absoluto, y de la destrucción del yo, del sacrificio, que es la ética cristiano-masoquista". Contiene quince relatos, la mayoría, breves.
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UN OBISPO EN EL ATOLLADERO

   Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas le­tras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pue­den, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinita­mente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno dé los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.
   A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f pertenecía un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo; cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos que sepa­ran esas dos ciudades: por más que lo intentaron los ca­ballos no podían hacer más.
   —Monseñor —exclamó al fin el cochero a punto de estallar—, mientras permanezcáis ahí mis caballos no podrán dar un paso.
  —¿Y por qué no?—contestó el obispo.
  —Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
  —Bueno, bueno—contesto el obispo, zalamero, san­tiguándose—, jurad, pues, hijo mío, pero lo menos po­sible.
   El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.

CUENTOS DE INVIERNO, Grégoire Solotareff

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GRÉGOIRE SOLOTAREFF, Cuentos de invierno, Anaya, 2004, 211 páginas.
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3 de enero
        
RASPUTITSA

   Era un día de Rasputitsa. La nieve y el barro se habían mezclado y todo el pueblo de los duendes tenía el suelo castaño y los techos blancos. Nadie salía de su casa por miedo a ensuciarse la barba o las trenzas. Una pequeña lluvia, fina y helada, caía desde la víspera.
   En el silencio, todos oyeron un tintineo regular que les resultaba muy familiar: el de las campanillas del trineo de Sergio. Sergio, el duende perezoso. Sergio, que únicamente se paseaba en su pequeño trineo tirado por ratas blancas. Sergio, que vivía en su dacha al margen del pueblo y que, de cuando en cuando, se dignaba a visitarlos, a ellos, los paletos, como el gran señor pretencioso que era.
   Ese día, las pobres ratas del tiro de Sergio estaban cubiertas de barro; ya no tenían blanco más que el lomo y la punta de la cabeza, mientras que Sergió dormía, arrellanado entre los cojines de su trineo y protegido bajo su toldo de cuero rojo.
   Todo el mundo lo vio pasar atravesando el pueblo y todo el mundo pensó con pena en esas ratas esclavizadas por ese duende gordo y comodón (que todos aborrecían), incapaz de desplazarse caminando, no fueran a ensuciársele los zapatos de seda bordada que calzaba.
   —Después de todo, esas ratas no tienen más que rebelarse! —exclamó Iván al ver pasar desde su ventana la triste comitiva que padecía entre el barro.
   —¿Cómo quieres que se rebelen? —dijo Pelagia, su mujer, que remendaba un gorro sentada al amor de la lumbre—. ¡Solo son ratas!
   —Y qué? —dijo Iván—. ¡Si yo fuese rata, no aceptaría nunca una cosa así! ¡Es indigno!
   Pelagia no dijo nada. Observó a Iván detenidamenmente. Era un soñador, un idealista. Por eso lo quería.