LOS SUEÑOS DE DIEZ NOCHES, Natsume Soseki

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NATSUME SOSEKI, Los sueños de diez noches, Olañeta, Palma, 2013, 96 páginas.

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Ángela Pérez traduce y presenta estas "auténticas perlas engarzadas en el hilo onírico".
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LA TERCERA NOCHE

   Tuve este sueño:
   Yo iba caminando con un niño de seis años a cuestas. Estaba seguro de que era mi hijo. Pero, por extraño que parezca, no sabía por qué estaba ciego y calvo como un monje. Le pregunté cuándo se había quedado ciego y me contestó que estaba ciego desde hacía mucho tiempo. Tenía voz de niño, pero hablaba como un hombre maduro, sin el menor respeto a su padre.
   Estábamos en un sendero largo que cruzaba un arrozal verde. A veces se divisaba una garza blanca en la oscuridad.
   —Creo que ya hemos llegado al arrozal —dijo el niño a mi espalda.
   —¿Cómo lo sabes? —le pregunté, volviendo la cabeza hacia él.
   —Por los graznidos de las garzas.
   Entonces se oyó dos veces el graznido de una garza tal como él había dicho.
   Empecé a sentir miedo de él, aunque era mi hijo. Con tan extraña criatura ala espalda, tenía la impresión de que iba a ocurrirme algo espantoso. Miré alrededor buscando un sitio adecuado para deshacerme de él. Divisé en la oscuridad un bosque grande a lo lejos. Me pareció que sería un buen lugar para hacerlo y entonces oí una risilla detrás.
   —¿De qué te ríes ahora? —pregunté.
   Él no me contestó. Se limitó a preguntarme:
   —¿Peso demasiado, padre? —Le contesté que no y él dijo—: Creo que pronto pesaré más.
   Seguí caminando en silencio hacia el bosque. El sendero seguía un curso sinuoso entre los campos, así que era difícil salir. Al cabo de un rato llegué a un punto en que el sendero se bifurcaba. Me detuve allí para hacer un breve descanso.
   —Aquí debe haber un mojón —dijo el niño.
   Era verdad. Distinguí un pilar de piedra de unos ocho por ocho centímetros y que me llegaría a la cintura. Indicaba: a la izquierda, Hidarigakubo y a la derecha, Hottahara. Veía clarísimamente los caracteres rojos en la oscuridad. Eran de color escarlata como el vientre de los tritones.
   —Será mejor que vayas hacia la izquierda —me dijo el chico. Miré hacia la izquierda y divisé el bosque en el que me proponía adentrarme, que proyectaba sombras oscuras sobre nosotros. Vacilé un momento.
   —¿Qué estás esperando? —me preguntó el niño en tono apremiante. Tomé de mala gana el camino que llevaba al bosque. Seguí andando y andando por el camino que llevaba al bosque, preguntándome cómo podría saberlo todo el niño a pesar de su ceguera.
   —Es odioso estar ciego. No lo soporto —dijo él a mi espalda.
   —Por eso te llevo yo. Para que te sientas mejor.
   —Te lo agradezco, pero la gente se burla de mí por ser ciego. Incluso mi padre se burla de mí. —Me sentía más que harto del muchacho, y me apresuré para dejarle en el bosque lo antes posible—. Un poco más adelante encontrarás algo. Recuerdo que ocurrió precisamente una noche como ésta —dijo él a mi espalda, como si hablara solo.
   —¿De qué hablas ahora? —le pregunté con aspereza.
   —¿Por qué me lo preguntas? Lo sabes muy bien —respondió el niño en tono despectivo. Entonces tuve la impresión de que sabía algo aunque no estaba totalmente seguro de lo que era. Y creía que sabía que lo que fuese había ocurrido realmente una noche como aquella. Tal vez un poco más adelante lo supiera con certeza. Pero algo me advertía que tal vez fuese mejor no saberlo. Tenía que deshacerme del chico lo más pronto posible, antes de averiguarlo. Apreté el paso todavía más.
   Llevaba bastante tiempo lloviendo. La oscuridad aumentaba a cada paso. Procure concentrarme en seguir avanzando. El niño que llevaba a la espalda reflejaba como un espejo todos los detalles de mi pasado, mi presente y mi futuro. Y era mi propio hijo, que estaba ciego. No podía soportarlo. Y en aquel preciso momento le oí decir:
   —¡Aquí! ¡Es aquí mismo, al pie de ese cedro! —Su voz sonó clarísima a pesar de la lluvia. Me detuve inconscientemente. Me había adentrado en el bosque sin darme cuenta. Había algo negro a unos dos metros. Parecía un cedro, tal como había dicho él.
   —Lo hiciste al pie de ese cedro, padre. ¿Lo recuerdas?
   —Sí, es ahí precisamente donde lo hice —respondí yo muy a mi pesar.
   —Fue el quinto año de Bunka. El año del dragón [1808], ¿verdad? —él tenía razón, me dije——. ¡Así que hace exactamente cien años que me mataste aquí!
   Al oír estas palabra comprendí súbitamente que había matado a un hombre ciego una noche como aquella el quinto año de la era de Bunka, el año del dragón. En cuanto comprendí que era un asesino, el niño que llevaba a cuestas se hizo mucho más pesado, tanto como un niño jizo de piedra.

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