POR QUÉ ESCRIBO, Féliz Romeo

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FÉLIX ROMEO, Por qué escribo, Xordica, Zaragoza, 2013, 336 páginas.

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Ismael Grasa y Eva Puyó editan una selección de artículos del escritor tristemente fallecido en 2011.
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CARVER: MATRIMONIOS Y MANICOMIOS
 
   He sentido una doble tristeza al leer Principiantes. La primera tristeza, cuando pensaba, y lo pensé durante toda la lectura, que Raymond Carver (1939-1988), a sus 42 años, la misma edad que tengo yo ahora, había renunciado a publicar su obra tal como la había escrito y había cedido a los deseos de su editor Gordon Lish, que había amputado sus relatos nota­blemente... y que, de hecho, los había vuelto «carverianos». La segunda tristeza, cuando me di cuenta de que los relatos tal y como los «veía» Gordon Lish eran mejores que como los «veía» Carver.
   Estas tristezas, lo reconozco, son muy particulares, y a quien se acerque al libro le darán igual, pero no dejan de ser relevantes, porque Raymond Carver fue un escritor muy importante para mí. Creo que fue el primer escritor que leí siendo ya otra cosa que un adolescente más o menos apasio­nado por la literatura.
   Ha habido otras sensaciones durante la lectura, alejadas ya de los sentimientos. Principiantes, un título, por cierto, también mucho peor que De qué hablamos cuando hablamos de amor, es un libro profundamente moral... y no quiero decir de una moral profunda, porque es una moral rudimen­taria, sino cuyo objetivo es la redención del lector: que se dé cuenta de que lleva el mal camino y opte por el bueno. El buen camino consiste en dejar la bebida, querer a tu familia y a tus amigos, no engañar a nadie, cumplir con la ley, tener un buen trabajo... No exagero si digo que estos cuentos, llenos de borrachos que queman casas, que atropellan ancianos, que apalean a sus mujeres, responden al famoso programa de rein­serción personal y social de los «doce pasos» de Alcohólicos Anónimos, elaborado con la tramoya de la fe.
   Y estoy seguro, porque el propio Carver lo deja caer en uno de los relatos, que muchas de estas historias, o muchas partes de estas historias, fueron escuchadas en sus sesiones de recuperación en Alcohólicos Anónimos. En «¿Dónde está todo el mundo?», escribe: «Jamás contaba estas cosas en Al­cohólicos Anónimos. Nunca abría mucho la boca. Lo que hacía era “pasar”, como lo llamaban ellos. Cuando te llegaba el turno de hablar decías «esta noche paso, gracias”. Pero atendía y sacudía la cabeza y reía ante las terribles historias que oía».
   Esas líneas encierran la poética de su escritura. Y es lo que hace el lector: atender y sacudir la cabeza y reírse con las terribles historias que Carver cuenta. Sí, muchos de los cuentos son de terror. No hay diablos ni zombis, solo traba­jadores con una vida sentimental y familiar destrozada, pero los cuentos dan miedo de verdad.
   Creo que cuando leí por primera vez, hace veintidós años, De qué hablamos cuando hablamos de amor, el cuento que más me aterrorizó fue el de la tarta de cumpleaños, titulado entonces «El baño» y ahora en la versión original restaurada «Algo sencillo y bueno», uno de los que llevó al cine Robert Altman en Short cuts: un pastelero acosa telefónicamente a una familia que no ha ido a recoger la tarta de cumpleaños que ha encargado... porque está ocupada atendiendo a su hijo, hospitalizado porque ha sido atropellado. Lo cierto es que ese relato no se parece en nada a lo que yo recordaba y se trata, realmente, de un cuento epifánico, en el que se vislumbra la posibilidad de una vida después de la muerte. En el programa de rehabilitación moral de Carver esa redención está presente en la mayoría de los cuentos, y es lo deseable. A veces llega por la comida, como en «El baño»; en otras, por la oración; en otras, por la petición de perdón después de la confesión, como en «La aventura», en la que un padre que abandonó a esposa y su hijo se reencuentran brevemente; en otras, como en «Tanta agua tan cerca de casa», el relato en que unos pesca­dores encuentran el cadáver de una niña flotando en el agua no hacen nada hasta que terminan sus jornadas de pesca, por una figura que se asemeja, simbólicamernte, al chivo expiato­rio incompleto... y en otras, como en la brutal violación de «Diles a las mujeres que nos vamos», nos damos cuenta de que la redención no es posible.
   En 1988 no había leído a Gordon Lish (1934), aunque sabía de él porque mi fanatismo por Carver era enorme, pero ahora ya sí. Perú (Periférica), una novela que escribió cuando trabajaba como editor para Carver, muestra cómo entendía él la literatura: con una densidad moral que está en las antípodas del blanconegrismo de Carver. No es raro que, en algunas ocasiones, tachara más del setenta por ciento del contenido de los cuentos. Hace tiempo que el Raymond Carver que prefiero, aunque vuelvo pocas veces a él, es el de sus poemas. La literatura que hay en ellos ha renunciado a la monserga y es menos elemental, más emocionante.

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