HUELLAS, Ida Fink

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IDA FINK, Huellas, Errata Naturae, Madrid, 2012, 240 páginas.

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Errata Naturae acerca al lector estos veinte relatos que gravitan sobre el tiempo del horror del holocausto. Sorprende la contención narrativa admirable con la que Ida Fink comparte las huellas indelebles de su testimonio personal.  
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ALINA Y SU DERROTA

   Dos semanas después de que los alemanes ocuparan la ciudad, el amigo de Alma le pidió que fuera a su casa y, de una manera sutil y sin levantar sospechas, interrogara a la casera sobre si los alemanes o los ucranianos habían preguntado por él y, si había sido así, si habían registra­do la habitación que tenía alquilada. El amigo de Alma, pe­riodista, era autor de algunos artículos virulentamente antihitierianos.
   Era una petición de mucho peso. En aquellos días, cada umbral se convertía en un camino hacia lo desconocido, o más aún, hacia algún desastre de naturaleza desconocida. Por supuesto, tampoco las cuatro paredes de una habita­ción suponían una protección. Aun así, la separación ilu­soria del mundo exterior creaba una ficción de seguridad, lo cual no era poco entonces.
   Al oír la petición de Antoni, Alma se levantó del sofá sobre el que ambos estaban descansando después del almuerzo —desde hacía dos semanas comían patatas espol­voreadas de azúcar: Antoni trajo las patatas, Alma disponía de una reserva de azúcar— y se acercó al espejo para ma­quillarse. Ahora siempre —las dos o tres veces que lo ha­bía hecho— salía muy arreglada, con rímel en las pestañas, colorete, y también se vestía con mucho esmero y elegan­cia. Ese cuidado en el aspecto físico tenía por objetivo di­simular.
   Al pintarse las cejas, se dio cuenta de que estaba muy pálida y de que le temblaba la mano.
   —¿Es indispensable? —preguntó sin dejar de maqui­llarse—. ¿Y qué más da si han ido? De todos modos no volverás allí, te quedarás en mi casa...
   —Es más que indispensable —replicó Antoni—; pero si no te apetece (no dijo: tienes miedo), no vayas. La mujer de Karol dijo que hoy todo estaba tranquilo —añadió.
   —¡Qué va! —exclamó Alma—. Claro que iré. Recuerda que antes de ayer fui a ver a Irena, fui derechita, tranquila­mente... Enseguida estoy lista.
   De repente se sintió animada, despierta, incluso alegre. Era difícil saber qué le había causado este cambio de hu­mor: la observación de la mujer de Karol o la suposición de Antoni de que («no le apetecía». De tanta animación se olvidó de que la casa de Irena estaba a dos pasos, mientras el piso de Antoni en el otro extremo de la ciudad.
   «Claro que iré», pensaba extendiéndose el colorete en las mejillas. «Se tranquilizará cuando le diga que no le han estado buscando, porque estoy segura de que nadie ha preguntado por él...».
   Se puso el vestido azul claro, un oscuro sombrero de paja y guantes.
   —Estás preciosa —dijo Antoni, y remató dando un gi­ro al tema—: Yo no puedo ir allí; además, no parezco judío, ¡parezco tres judíos juntos! ¡Como cientos, como una mul­titud de judíos!
   —No exageremos —exclamó alegremente Alma—, ni con mi belleza ni con la multitud de judíos...
   En el pasillo le cortó el camino la mujer del abogado, en cuya casa alquilaba la habitación.
   —¿Sale? Es una locura... La mañana ha sido tranquila, pero acaba de llamar mi hija...
   Alma sonrió con amabilidad y cerró la puerta detrás de sí con rapidez. La tarde era soleada y exuberante. La sombra de los plátanos descansaba en la acera, las flores de los alféizares esparcían sus aromas. A lo lejos, al fi­nal de la calle, sonaba el tranvía. Al principio caminaba li­gera y despreocupadamente, pero, en la plaza donde se cruzaban varias líneas de tranvía, se topó con los primeros transeúntes y notó cómo se le endurecían los músculos de las piernas.
   «En dos horas todo se acabará, volveré, me sentaré en el sofá y contaré cómo se me estaban endureciendo las pan­torrillas». Siguió su marcha sin aminorar el paso, a pesar de la presión del miedo.
   Decidió hacer todo el camino a pie. Ni Antoni ni ella confiaban en los tranvías ahora; además, sólo podría llegar hasta la politécnica, desde donde aún quedaba un buen tre­cho hasta la casa de Antoni.
   La ciudad estaba silenciosa, parecía deshabitada des­pués de la sangrienta tormenta que en los últimos días se había precipitado sobre sus calles y sus casas. La quie­tud muerta amedrentaba, el silencio amenazaba con una emboscada, irritaba los nervios. Cuanto más se adentra­ba en la ciudad descubierta y desnuda, casi deshabitada, tanto más se apoderaba de ella el pánico.
   Siguió caminando, a regañadientes, colmada de una creciente ira contra Antoni. Toda esta expedición le pa­reció de repente un total sinsentido, efecto de una imagi­nación hipersensible.
   Estaba a punto de echarse a llorar, se decía que era una idiota, se retorcía de miedo, pero seguía el camino.
   De este modo hizo la mitad del recorrido y giró en la ancha y arbolada calle Pelczynska. Era la calle donde se había instalado la Gestapo. Se había convertido en mucho más que una calle: era un término, un concepto. «Lo lle­varon a Pelczynska», decían, y no eran necesarios más co­mentarios adicionales.
   Enredada en el miedo, con la mente portando un in­terminable diálogo con Antoni sobre el sinsentido de su misión, ni siquiera se daba cuenta por qué calle tran­sitaba.
   De repente se paró como clavada en el suelo. A una dis­tancia de cincuenta metros la calzada estaba bloqueada por camiones. Algunos tipos de la Gestapo estaban yen­do y viniendo por la acera delante del edificio, un grupo de personas acababa de desaparecer detrás del portal. Los alemanes iban y venían. Los camiones se alejaron.
   —¿Están cogiendo a la gente? —preguntó Alma a un muchacho que acababa de pasar al lado de los alemanes y seguía tranquilamente su camino.
   —Piden la documentación, pero no a todos, sólo a aque­llos que no les gustan. A usted —el muchacho la miró con admiración— no la van a molestar...
   «Seguro que no, pasaré tranquilamente como si nada», se dijo, incapaz de dar un solo paso. Permaneció desespe­rada forcejeando consigo misma. Llegó otro camión y un nuevo grupo de personas desapareció detrás del portón, y los de la Gestapo caminaban por la acera de aquí para allá...
   Se quedó allí de pie largo rato, desesperada. Finalmente se rindió.
   Tomó el camino de regreso destrozada. El pánico se desvaneció, ya no tenía miedo de nada. No era capaz de pensar en nada, excepto en su derrota y en cómo se pre­sentaría ante Antoni y qué le diría. Su desesperación, al igual que el miedo de hacía apenas un instante, aumen­taba violentamente, y llegó un momento en que Alma ya no estaba segura de si no hubiera sido mejor que la cogieran...
   Cuando entró en la habitación, Antoni se levantó de un salto del sofá.
   —¿Han ido?
   La impaciencia de la pregunta, la mirada ávida de res­puesta la despojaron de lo que le quedaba de fuerza.
   —No estuve allí... —dijo, pero él no la oyó bien. Com­prendió «no estuvieron» y su rostro se iluminó.
   —No estuve allí.
   —¿No has ido? ¿No has podido llegar? ¿Otra vez las co­sas no están tranquilas?
   —Llegué hasta Pelczynska y ya no pude seguir más. Ante la Gestapo pedían documentación. Quise seguir, pe­ro no pude.
   Antoni apretó los labios.
   —Has hecho bien —dijo—. Si no hubiera salido bien...
   —Iré mañana.
   Era un lamentable intento de salvar la cara.
   —Ya veremos qué pasa mañana... Quizá vayamos jun­tos. Quizá vaya yo solo. No te preocupes, no pienses en ello...
   La tarde transcurrió en silencio. Antoni estuvo leyen­do un libro, Alma fue a la cocina a cocer las patatas.
   —¡Ha tenido suerte!
   La mujer de Karol, la sirvienta de la casa, estaba senta­da junto a la estufa, dispuesta a charlar, como siempre.
   —La casera me dijo que había ido usted a la ciudad... La mañana estaba tranquila, pero luego hubo redadas. Re­dadas en la plaza, redadas más allá del puente. Qué suerte que haya logrado volver... El señor Antoni se queda a pa­sar la noche? ¿Y dónde va a dormir? En su habitación hay una sola cama...
   —Supongo que tendrá que dormir con usted —replicó Alma, irritada.
   En la cena, Antoni se explayó ampliamente sobre la ar­quitectura de las iglesias románicas en Francia. Alina tra­gaba con dificultad las patatas dulces y pensaba que ya jamás las cosas serían como antes. No debería ser así, no precisamente ahora, cuando tendrían que estar más cerca que nunca.
   Se acostó la primera. Antoni se quedó chapoteando largo rato en el cuarto de baño.
   «La guerra es guerra; la vergüenza, vergüenza», oyó la sentencia de la sirvienta pronunciada en la cocina en voz muy alta, a propósito.
   —¿Has oído? —Antoni se partía de risa—. Pensamien­tos de oro, pensamientos sanos. ¿Estás avergonzada?
   «Tendría que haber continuado, tendría que haber con­tinuado», pensaba ella.
   Yacía insomne, las horas caían una tras otra del reloj del campanario. Sólo al amanecer logró dormirse.
   En sueños iba por la calle, un joven alemán le cerraba el paso y la empujaba hacia el portón, era el portón de una iglesia románica. El alemán tenía la cara del mucha­cho que estaba seguro de que no la molestarían. «Me co­gieron», pensó con alegría, y durante un breve momento, en el sueño, se sintió en paz.

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