ZONA DE INCERTIDUMBRE, Antonio Serrano Cueto

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ANTONIO SERRANO CUETO, Zona de incertidumbre, Paréntesis, Alcalá de Guadaíra, 2011, 288 páginas.

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LA ESTACIÓN DE LAS NIDADAS

   Mis amigos Sonia y Javier acordaron poner fin a una década de vida conyugal el día en que descubrieron excrementos de murciélago bajo la cama del dormitorio. Hasta entonces habían anidado en la habitación matrimonial numerosas parejas de aves de albo plumaje, que, según las estaciones del año, alternaban sus estancias o compartían el mismo hábitat en armoniosa y gárrula convivencia.
   Las primeras en aparecer fueron las ocas canadienses, tras un vuelo transoceánico que las dejó exhaustas. Pese a que en la casa reinaba el clima mediterráneo, las ocas se adaptaron con admirable prontitud y el hogar no tardó en llenarse de graznidos sagrados. Antes de emigrar hacia otras latitudes con sus crías, aún coincidieron durante una corta etapa con un par de flamencos —garbosa estampa como ninguna— que se instalaron junto a la cómoda de caoba.
   Después llegaron hermanados en el cielo los cisnes y las cigüeñas. Traían haces de ramas secas en los picos para la fábrica de los nidos. Los cisnes escogieron la mesilla de noche del lado de Sonia, mientras que las cigüeñas aplicaban barro y paja en los brazos de la lámpara del techo crotorando sin descanso.
   La estancia más tumultuosa fue sin duda la de las palomas, de suyo tan inquietas y volubles. Se acomodaron en una estantería junto al armario y en pocas jornadas la hembra empollaba dos huevos. Apenas las crías empezaron a volar con autonomía, la familia levantó el vuelo en dirección a los aleros de la iglesia próxima, atalaya excelente para controlar la llegada a la plaza de los ancianos con bolsas de pan.
   La última fase del matrimonio se caracterizó por la afluencia de las visitas internacionales, ya que estuvo presidida por una pareja de garzas reales procedentes de Venezuela, otra de cacatúas galeritas nativas de Oceanía y una tercera de pelícanos llegados desde la remota Mongolia.
   Al marcharse todas las aves y quedar el dormitorio desierto, la armonía se quebró y Sonia y Javier aceptaron que su matrimonio había entrado en fase terminal. Porque en tanto había vida en los humedales y cantos en las ramas de la tupida arboleda, las desavenencias y el desapego crecientes reposaban sobre un lecho ilusorio, de albo y mullido plumaje.

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