VIDA DE PERRAS, Teresa Calderón

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TERESA CALDERÓN, Vida de perras, Alfaguara, Madrid, 2000, 200 páginas.

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De los veinticuatro relatos de la autora chilena, algunos encajan en la categoría de narraciones breves.
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HORA CERO

   Mi primer intento suicida fue involuntario y lo desbarató en el acto la pericia del médico cuando asistió mi nacimiento y se encontró con que esta hi­ja del Señor traía el cordón umbilical enrollado en el cuello. No pudiendo lograr mis fines, produje un bloqueo en la tráquea, de manera que no era posi­ble alimentarme. Ni agua ni leche ni nada.
   Mi padre me habló en la cuna, me pidió que viviera, que probara. Tal vez valiera la pena.
   No pude resistirme a sus peticiones, pero el deseo de la nada era mayor y a la edad de quince días, desarrollé una alergia generalizada ala piel que se me abría a la menor provocación, hasta que me convertí en una llaga sangrante.
   Así, en carne viva, sangrando y llorando, sin una piel protectora, me llenaron de vitaminas en un tratamiento de schok. Obligada a vivir con el gran argumento de que la vida pide la vida, me ins­talé en el único cuerpo que me dieron, para vivir lo que tenía que ser.
   El segundo intento es éste. Ya no tengo na­da que perder. Grito, lanzo patadas donde caigan; rasguño y muerdo. Sobre todo grito, grito y grito hasta vaciarme. La dignidad se me ha olvidado en un cajón desesperado de la mente. Abro la puerta de mi garganta estragada y dejo salir, por fin el vómito negro acumulado por años y años de humillaciones y dolor. Respondo por mí y por to­das las mujeres humilladas y maltratadas del mun­do; por todas las ofendidas y deshonradas. Ya no soy yo en este momento. Somos todas dejando paso al odio en su estado más puro y absoluto. Plenas la furia y el deseo de venganza saliendo ronco desde las profundidades, desde tiempos remotos, desde las vísceras, el grito, desde lo más antiguo del dolor y del horror. Ya no tengo nada que perder.
   El odio como un río caudaloso y turbulen­to arrastraba consigo todo lo que encontró a su pa­so. El mal giró sobre sus talones y subió a su guari­da de pócimas para ser feliz.
   Me escondí en la cocina, mi refugio de ollas, mi escenario.
   —¡Abreme la puerta, puta de mierda! ¡Te va a salir peor! —chillaba, dándole patadas y golpes de puño a la puerta que retumbaba y llegaba a doblarse, pero no cedía; firme conmigo la puerta, no me iba a entregar así tan fácilmente. Ya no.
   —Te va a salir peor —gritaba.
   Nada podría salirme peor que esto. Nada sería peor que haberme equivocado y haber vivido equivocada. Lo único que podría ocurrir era una muerte. Y no iba a ser la mía. Había descubierto el poder del grito, el dolor esencial, un arma hasta ahora desconocida.
   Pero la puerta cedió y pudo entrar el mal. Me tomó del pelo y me lanzó al piso. Bloqueó mis manos y piernas con su cuerpo contra el mío en el suelo.
   Inmovilizada y en silencio lo miré a los ojos; dos fieras auscultándose, calculando las fuerzas, mi­diéndose en un claro de la selva, porque esta pelea pararía en muerte.
   Afuera golpeaban los ángeles. Intentaban en­trar por la fuerza en la casa. Quedé tendida en el pi­so y el mal se detuvo por un instante. Aprovechando su descuido busqué con qué defenderme. En la coci­na nos enfrentamos. Cuando levantó el puño, lo mi­ré fijamente, sin miedo, sin angustia; lo miré con cal­ma y lo apunté con el cuchillo de cocina.
   —Si te acercas, te lo entierro —le dije. Y se lo hundí en el estómago para darle una pequeña prueba.
   Se echó hacia atrás. Yo estaba dispuesta a to­do. Y leyó en mis ojos, por primera vez, que, en efecto, así sería.

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