DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO DE LA VIEJA ESCUELA, Javier Pérez Andújar

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JAVIER PÉREZ ANDÚJAR, Diccionario enciclopédico de la vieja escuela, Tusquets, Barcelona, 2016, 478 páginas.

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"El diccionario, como los piratas. es el mejor amigo de los niños" leemos en la Introducción (pp. 11-17) a este original libro compuesto por artículos ya publicados en prensa o en la web.
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RITZ

   Nada más antiguo que un pobre. Ninguna otra cosa más vieja, más humana, más milenios agarrada a nuestra piel como un parásito, que el hambre y el frío. La historia de la humani­dad es la historia de sus pobres, de su indigencia (pero se ha cambiado historia por relato, vivimos al día, con lo puesto). Y así, con una canción de mendigo, empezó a escribirse la his­toria. El primer personaje en la literatura castellana fue una vie­ja alcahueta. Siguió el lazarillo de un pedigüeño ciego. Una vieja y un niño pobres. La mano del pordiosero toma la forma del cuenco donde empezaron a comer nuestros ancestros a la orilla del fuego (cada hoguera es un río sin puentes). Para ser pobre no se necesita más que haya un rico. Lo sabe todo el mundo, sobre todo los pobres, y, por ejemplo, el pasado día de Reyes lo vimos aquí, en estas mismas páginas, dibujado en un mapa de los barrios de Barcelona, en el análisis que publicaba la com­pañera Clara Blanchar. En aquel gráfico, los índices de pobreza caían sobre los barrios dentro de bolitas como adornos navide­ños. Cuánta pasta hay en Pedralbes. Es una exclamación, pero también es una pregunta. Ahí, la renta familiar no ha dejado de subir con la crisis. ¿Os acordáis, apenas hace unos años, cuan­do se decía que la mendicidad era una mafia? Como si el poder no lo fuera. Pero los pobres de antes de la crisis no eran de los nuestros. Venían de donde viene siempre la pobreza, del otro lado del telón del dinero. Carne de maldición, se contaba tam­bién de ellos que alquilaban a sus recién nacidos, que los nar­cotizaban para exhibirlos en su queja lastimera, incomprensible. ¿En qué idioma piden, que hablan tanto con la "u"? Claro, es la última vocal, la letra de la gente que está en las últimas. Po­bres eternos, clásicos sin laureles, arrastrándose por el suelo de las Ramblas con sus muletas destartaladas y sus muñones como mondongos humanos, exactamente los mismos pobres que si­glos atrás ya había pintado Brueghel el Viejo en las nieves in­vernales del ducado de Brabante. Siempre vivos a través de los tiempos igual que esas plantas condenadas a la perpetuidad, a las heladas, al sol a destajo, perennemente tiesas donde nadie las quiere. Como aquel tipo gordo sin piernas que todos los días se ponía a pedir sentado bajo el escaparate de la zapatería más grande de la calle Pelai. Ahora vuelven otra vez los pobres a los semáforos (tiene más paso un semáforo que una iglesia), con el cubo de agua o con el puñado de mecheros. El otro día, también estas navidades, vi en una calle de Badalona a un hom­bre sin brazos que se había metido de medio cuerpo para arri­ba en un contenedor de la basura y sacaba un jersey con los dientes. La boca, la mano, son las dos maneras de pedir que tiene el pobre. Precisamente la boca y la mano, los órganos que nos elevaron a nuestra condición de primates de lujo hace más de dos millones y medio de años.
   Ser pobre en Barcelona es tener que defender un día la casa desde el balcón mientras por la puerta entran los Mossos d’Es­quadra para proceder al desahucio. O no poder continuar estu­diando, no tener dinero para hacer una carrera o un curso de formación necesario para conseguir un empleo. O dejar de op­tar a un trabajo por no tener pasta para el transporte. O ir con la familia a los comedores sociales en vez de ir a un merende­ro. O pasar tres, cuatro, cinco, seis, siete meses sentado al lado del teléfono esperando a que llamen del hospital, sin saber si eso de irse muriendo ya va en serio. Se es más pobre por no tener derechos que por no tener dinero. Un pobre sin derecho a voto está hundido en la pobreza absoluta. Y si existe pobreza absoluta es porque hay poder absoluto. Lo absoluto por defi­nición es excluyente. Una cosa es absoluta porque excluye toda comparación respecto a ella. Vivimos en tiempos de poder ab­soluto, de un poder sustentado en la exclusión. El mismo día de Reyes en que leí el reportaje sobre la distribución de la pobre­za en Barcelona (es decir, sobre el reparto de la riqueza), me fui a cenar al Ritz. Sí, de acuerdo, ya no se llama Ritz, pero es que los ricos se vuelven pobres de una manera muy rara. El motivo (sería una osadía llamarle razón a una cena con comida de co­lores) era la entrega de los premios Josep Pla y Nadal (en las noticias de TVE se les coló una foto del tenista). En la señorial puerta del edificio se había plantado un grupo de trabajadores en lucha, empleados del grupo Husa, la cadena hotelera. Querían que se les viera por televisión igual que se iba a ver también a las autoridades, pero la policía los arrinconó en un lateral como a la caseta del perro, y el personal entró tan ricamente (unos más ricos que otros) por el chaflán. Allí se quedaron los manifestantes con sus pitos, su pancarta y sus gritos, en el vi­llancico triste de la reforma laboral. Mientras, en la ceremonia, el presidente de la Generalitat, dos mesas de autoridades y altas esferas (se llaman esferas porque se les hace la pelota), y un montón más de invitados a los que les tocó, cenaron en un sa­lón apartados del resto de la concurrencia y siguieron por pan­talla la entrega de los premios. Así es como el poder vive la realidad, excluyéndose de ella. Sumido en su absolutismo. So­bre la adulteración de las relaciones humanas, sobre la hipocre­sía como sostén de la moralidad burguesa, escribió Marx cuan­do llegó a su exilio de Londres con su mujer y sus tres hijos y la criada, y en menos de un año les desahuciaban de su casa por no poder pagar la renta. Ser pobre en la vida da hasta para una novela, la literatura está llena de ellas; pero ser pobre en tu ciudad, eso sí que es una canallada.

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