TODOS LOS CUENTOS, Manuel Derqui

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MANUEL DERQUI, Todos los cuentos, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2008, 850 páginas.
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CAMINOS SIN RETORNO

   Hablaban los dos amigos, sentados frente a frente en cómodas butacas, de muchas cosas: del tiempo, claro está, de sueños más o menos fantásticos, y también de temas de actualidad. Hablaban, digo, y aun discutían, porque eran estos amigos muy dispares entre sí, tanto en su aspecto exterior como en sus raciocinios sobre las cosas del mundo que herían sus imaginaciones. 
   Uno de ellos, el más joven, tenía un nombre de cierta resonancia: se llamaba Salvaje." Al otro, por ahora le llamaremos: N. 
   N. tenía un temperamento cauteloso, bien distinto del alocado ímpetu de Salvaje, mas pese a tal diferencia básica, solían gustar de la mutua compañía y en su intercambio de ideas —pausada por una parte, vigorosa por la otra—, había más puntos de contacto de los que sus temperamen-tos parecían consentir. 
   Así pues, repito, Salvaje y N., sentados frente a frente, hablaban y estas eran sus palabras: 
   —¡Demonio! —empezó Salvaje—. ¿Has visto cuánto lío están armando con tanto surrealismo, abstractismo y «nosecuántismos»? 

   Había dos amigos en la Ciudad. Uno de ellos tenía un nombre de cierta resonancia; se llamaba Salvaje. Al otro le llamaremos N. Salvaje era un hombre de ideas originales en multitud de cuestiones y, en especial, con relación al atuendo de su vestimenta. Pero si las prendas con las que se engalanaba (?) resultaban chocantes con frecuencia, nada podía superar en disonancia a los dibujos y colores de sus corbatas. Porque —digámoslo de una vez— las corbatas de Salvaje eran de lo más horroroso que se puede imaginar. 
   N., hombre cauteloso si los hay, había reprochado más de una vez a su amigo la excesiva despreocupación con que elegía tal «adminículo» y en sus palabras hubo grandes dosis de sensatez y de lógicos razonamientos. Sin embargo, ni estos consejos, ni la bizquera súbita de dos o tres incautos que se fijaron en ellas, fueron suficientes para que las corbatas de Salvaje mejoraran de calidad. Es más, parece ser que aquella crítica solo sirvió para exacerbar su maligno instinto y pocos días después, salió a la calle luciendo una corbata azul cobalto a «destono» con su traje verde orín. 
   Salvaje llegó milagrosamente ileso hasta el domicilio de N. a quien sorprendió en el momento en que se levantaba del lecho. La impresión, como es fácil de imaginar, hizo caer a N. en la cama, de espalda y preso de convulsivos temblores. Al fin, después de que le fueran administradas un par de inyecciones de cardiazol, N. recobró el uso de la palabra lo que aprovechó para increpar a su amigo. 
   —Eres perverso, Salvaje —le dijo N.—. Mira en qué estado me has puesto con tu obstinación. No te has contentado con desoír mis consejos, esto hubiera sido poco para ti, sino que te has ingeniado para encontrar la más horrible combinación y te has apresurado a venir aquí, para fulminarme con tu resentimiento. Eres malo, te digo, esto lo pagarás algún día.
   Las palabras de N. fueron dolientes, llenas de amargura, y Salvaje las oyó en silencio. 

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