LA VIDA NO TE ESPERA, Álvaro Salvador

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ÁLVARO SALVADOR, La vida no te espera, Renacimiento, Sevilla, 2014, 76 páginas.

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La memoria está en los besos.
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Los didácticos son muy parecidos a los meteorólogos: intuyen las verdades, pero no aciertan casi nunca.
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A los diez años, los resultados están entre el suficiente y el insuficiente; a los veinte, entre un tanto a favor o uno en contra; a los treinta, entre el contrato interino y el estable. De los cincuenta en adelante, los resultados están entre la vida y la muerte.
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En la expresión no conviene ser grosero, pero en la acción y el pensamiento muchas personas agradecerán que lo seas.
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El mundo al que pertenecemos casi nunca nos pertenece.
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Quienes se preocupan constantemente por alcanzar la felicidad, se pierden la vida.
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¿Dónde están los límites del empeño?
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El que afirma no haberse equivocado nunca, se está equivocando en ese mismo momento.
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Los escritos que uno publica son como los excrementos: algo sobrante, algo desagradable, algo que no podemos soportar en nuestro interior.
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«Aceptar las cosas como vienen». Si los seres humanos hubieran sido fieles a esta máxima, la humanidad no hubiese avanzado un centímetro.
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El poeta es un equilibrista en la lengua floja.

LINAJE OSCURO, Isabel Martínez Barquero

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ISABEL MARTÍNEZ BARQUERO, Linaje oscuro, Ediciones Oblicuas, Barcelona, 2012, 150 páginas.

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EL AMOR DE LA HERRAMIENTA

   Lo miro una vez más antes de irme de su lado, antes de atender los tontos ruegos de mi hija, que insiste en que mi marido sólo es una estatua. ¡Qué sabrá esta joven de la pasión que inunda lo aparentemente inanimado!
   —Vamos, madre, arranque de una vez. Nunca le ha costado tanto bajar del pedestal -me urge con impaciencia y con un cansancio tangible.
   —Es que hoy tu padre siente mucho frío.
   —Déjese de historias, que él está acabado y usted ya se me oxida expuesta al aire húmedo de la noche.
   Accedo a los ruegos de mi hija, una mano hábil que me maneja con soltura, la misma mano que, jornada tras jornada, me ha hecho detenerme con primor en las formas sublimes de mi amado esposo; esa mano que me utiliza a diario y que ha conseguido que me enamore para siempre del mármol esculpido. Mi hija, la mano que, ahora, desea apartarme de mi amor con la excusa infantil de que está terminado.
   Aún no sabe la criatura nerviosa que es mi hija quién tiene la auténtica vocación instrumental.

101 MICROLECCIONES DE JAZZ, Filippo Bianchi & Pier Paolo Pitacco

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FILIPPO BIANCHI & PIER PAOLO PITACCO, 101 microlecciones de jazz, Océano, Barcelona, 2012, 138 páginas.


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En el Prefacio Filippo BIanchi justifica la inclusión de cuatro microlecciones más como un ejemplo de "tomas alternativas" añadidas. Sean 101 ó 1015, "Estas microlecciones pretenden evaluar el alcance simbólico y la capacidad evocadora del jazz".
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Complicar lo que es sencillo es habitual; hacer que lo complicado resulte sencillo, increíblemente sencillo, es creatividad.
Charlie Mingus
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La práctica lleva a lo perfecto. Lo imperfecto es mejor.
Paul Bley
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Las personas que creen en los límites pasan a formar parte de ellos.
Don Cherry
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He descubierto que hay que mirar atrás y ver el pasado con una nueva luz.
John Coltrane
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Si no cometes errores, es que no lo estás intentado de verdad.
Coleman Hawkins
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Una nota puede ser tan pequeña como un alfiler, o tan grande como el mundo, depende de tu imaginación.
Thelonious Monk
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El jazz quita el polvo de la vida cotidiana.
Art Blakey
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Lo posible impide todo lo demás.
Aldo Romano
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Lo que no tocas puede ser más importante que lo que tocas.
Thelonious Monk
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La intuición debe ir por delante del conocimiento, pero no se la puede dejar sola.
Bill Evans
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La vida no consiste en encontrar nuestros límites, sino en encontrar nuestro infinito.
Herbie Hancock

LEYENDAS DEL PIRINEO PARA NIÑOS Y ADULTOS, Rafael Andolz

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RAFAEL ANDOLZ, Leyendas del Pirineo para niños y adultos, Ediorial Pirineo, Huesca, 2004, 204 páginas.
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LA LIEBRE BRUJA

   Que las brujas pueden convertirse en gatos (espe­cialmente en gatos negros) nadie lo ignora. Nuestros pue­blos están llenos de historias y cuentos de gatos y brujas entremezclados. Pero también pueden hacerse lobos. En Centroeuropa fue el caso más frecuente de épocas pasa­das y de ahí viene el nombre de “licantropía” y “licántro­po” que significa hombre lobo pero que se aplica a todos los casos de conversión de hombres en cualquier animal o de un animal en hombre.
   Sin embargo tenemos en el Pirineo una historia bastante reciente que hace referencia a otra transforma­ción más extraña, ya que no se trata de ningún animal diabólico.
   Empezamos por el principio.
   Tres mozos amigos del pueblecillo de Aísa en el Campo de Jaca salieron a cazar un domingo por la mañana. Daban vueltas y vueltas pero no veían ninguna presa sobre la que disparar. Andando, andando, se me­tieron en el monte de Borau que linda con su pueblo. Se pararon a descansar un rato cuando en éstas que ven entre unas matas unas ropas como escondidas. Se trata­ba de vestidos de mujer. ¿Qué pintarían allí esos vesti­dos?
   Uno de los jóvenes creyó adivinarlo:
   —Seguro que se trata de alguna bruja que se ha convertido en lobo o en gato y ha dejado aquí su ropa...
   —Pronto lo sabremos —dijo otro—. Mi madre, esta mañana al salir de misa me ha dado su rosario para que se lo guardara y lo tengo aquí. Si lo ponemos en la ropa, la bruja no se atreverá a tocarla.
   Y diciendo esto, sacó, efectivamente del bolsillo un rosario y lo depositó encima de las prendas, sin cambiarlas para nada. Luego se escondieron por allí cerca los tres para esperar acontecimientos. Pasó más de una hora sin que sucediera nada. Ellos esperaban en silencio. Y de pronto, se presenta en el lugar una liebre.
   Uno de los mozos agarró inmediatamente su esco­peta y ya se disponía a apuntar el arma, cuando otro compañero le sujetó del brazo, impidiéndoselo y se llevó el dedo índice a los labios pidiéndole silencio. La liebre no se había percatado de su presencia y se acerca­ba paso a paso hacia ellos.
   Al llegar a la ropa debió quedar desconcertada. La miró atentamente y empezó a dar vueltas alrededor de ella, sin tocarla. Luego empezó a mirar hacia todos los lados hasta que descubrió a los muchachos.
   Ellos quedaron pasmados cuando vieron que, lejos de huir, se les aproximaba más y luego, con una voz extrañísima, pero claramente humana, les pidió:
   —Quitad “eso” de encima de la ropa, que no me puedo vestir.
   El muchacho que parecía más enterado de las cosas de brujería le contestó:
   —Sí, lo quitaremos. Pero antes tienes que decirnos de dónde vienes y qué mal has hecho.
   —Vengo de Borau de casa Tal, porque le tenía que dar el mal de ojo a un niñer que tienen.
   —Pues vuelve a Borau, a esa casa, y quítale el mal al niñer y nosotros quitaremos el rosario.
   La bruja no se lo hizo repetir dos veces y desapa­reció a todo correr.
   Como el pueblo no estaba demasiado lejos y uno de ellos era buen andador, marchó corriendo tras la liebre a comprobar los hechos. Conocía a la familia que había dicho la bruja y se dirigió directamente a su casa.
   —Buenos días, señora Felisa. ¿Qué tal están to­dos? Nada, que pasaba por aquí y se me ha ocurrido parar a saludarles.
   —Gracias, hijo mío. Todos estamos bien, ¿y voso­tros?... Bueno, al nene esta mañana de repente se le ha puesto una fiebre muy alta, sin saber por qué. Y no se la podíamos quitar ni con pañuelos mojados con colonia en la frente. Pero, de pronto, hace un ratico, igual que le ha venido la calentura se le ha marchado. Ya está jugando otra vez tan campante. Pero, pasa y tomarás un traguico de vino.
   —No, señora, no: que me están esperando unos amigos en Sandianar. Con que, nada. ¡A plantar fuerte!
   —¡Gracias, hijo, que vaya bueno!
   El mozo volvió corriendo a donde sus compañeros. La liebre estaba ya esperando agazapada. Él contó todo y se decidieron a quitar el rosario. La liebre se convirtió en una vieja que ellos no conocían. Se vistió y desapareció por el bosque.
   La verdad es que tuvo más suerte que otra bruja de otro pueblo de la montaña que se convirtió en cabra pero todo el mundo se dio cuenta porque se le olvidó quitarse los pendientes y a la pobre la persiguieron y hasta un zagal, bastante bruto, le cortó una oreja.
   Desde aquel día, otra abuelica que llevaba fama de bruja en el pueblo se puso un pañuelo en la cabeza tapándose las orejas y nunca la vieron sin él.

ANIMALARIO UNIVERSAL DEL PROFESOR REVILLOD, Javier Sáez Castán & Miguel Murugarren

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MIGUEL MURUGARREN & JAVIER SÁEZ CASTÁN, Animalario universal del Profesor Revillod, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, 40 páginas.

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Subtitulado Fabuloso almanaque de la Fauna Mundial, ofrece 21 láminas seccionadas de tal modo que el lector puede llegar, en el juego de las transformaciones, a descubrir 4096 especies de animales fantásticos. El autor de las láminas (a partir de los apuntes del Profesor Revillod) es Javier Sáez Castán; los comentarios surgen de la pluma de Miguel Murugarren.
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Feroz animal de bellísima estampa de los bosques malayos.




Feroz animal de vida subterránea de remotas florestas.

CORTÁZAR DE LA A A LA Z, Aurora Bernárdez & Carles Álvarez Garriga (editores)

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AURORA BERNÁRDEZ & CARLES ÁLVAREZ GARRIGA (editores), Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico, Alfaguara, Madrid, 2013, 320 páginas.

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Álbum biográfico que recoge, al modo de entradas de un diccionario, una atractiva selección de textos e imágenes que permiten asomarse, desde el balcón privilegiado que esta cuidada edición posibilita, a la vida, pensamiento y literatura del escritor argentino.

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JUVENTUD

   Estoy de acuerdo con lo que dices sobre la pérdida del impulso de la primera juventud. Pero cuántas macanas se hacían en su nombre. Hermosas macanas, siempre que quedaran inéditas, siempre que valieran como experiencia para macanear menos después. Es curioso, yo guardo el recuerdo de mi juventud con tanta triste ternura como vos, pero hoy en día me siento tanto o más ávido que entonces. La diferencia es que trato de pegar el tarascón de una sola vez, y no dar vueltas mordiéndome la cola como los cachorros. Yo creo que la única gran pérdida son las ilusiones, y a veces las certidumbres, por hermosas que sean, no alcanzan a reemplazarlas. De todos modos, hay algo innegable: de muchacho, uno no sabe realmente lo que hace. La autocrítica se ejerce más en el orden moral que en el intelectual o sensible. Es necesario que sea así, porque de lo contrario se nos paralizaría la mano al escribir la primera palabra. Sin oficio, sin técnica, ¿qué podría hacer un muchacho si estuviera dotado de una autocrítica prematura y excesiva? Tal vez fue eso lo que le pasó a Rimbaud, a tantos otros. La sabia naturaleza vigila a su prole, y empieza por darnos la efusión libre, para que chamboneemos a gusto, y entre macana y macana vayamos aprendiendo nuestros artesanados respectivos. Y entonces, cuando aparece la autocrítica (en algunos no aparece nunca, preguntále a mi cuñado), ya nadie se desespera, porque hay con qué defenderse, con qué replicar. Detrás de todo lo que te estoy diciendo y me estoy diciendo, hay sin embargo una gran melancolía. Toda la conciencia vigilante de este mundo no paga, quizá, aquellos deslumbramientos de los dieciocho años, aquel valor increíblemente mágico de un pocillo de café en su momento, de una playa, de una página de libro. ¿Te acuerdas lo que era recibir entonces un regalo de un amigo? Era como una salpicadura de divinidad. Las más pequeñas cosas, una cita, un cumpleaños, un banco de plaza, todo estaba cargado de infinito, no sé decirlo de otra manera. Uno reía y lloraba de otra manera. No sabes, no puedes saber lo que despierta en mí el recuento de pasado que haces al final de tu carta. Cada nombre, cada música, cada episodio que mencionas. Tú eres el único, ya, que los comparte conmigo. Cuántos muertos, cuántos ausentes, y cuánto olvido preparándose en el tiempo. Creo, después de todo, que tu carta me ha hecho un poco de daño, del que no eres culpable.

De una carta a Eduardo Jonquières,
27 de noviembre de 1954

EFIGIES, Cristóbal Serra

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CRISTÓBAL SERRA, Efigies, Tusquets, Barcelona, 2002, 248 páginas.

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En Notas para un prefacio (pp. 9-11) Serra proclama su concepto de aforismo: "la poesía, que el verso ofrece en estado líquido, se solidifica al pasar a ser aforismo. Según entiendo el aforismo, su carácter específico consiste en la solidez poética. Para emplear un símil, yo diría que se trata de un monolito poético". Preceden a la antología de cada autor unas muy meditadas notas que presentan su obra. 
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Soy impreciso como el mar, semejante a aquel que no tiene donde asirse.
Lao-Tsé
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La dicha es leve como pluma y no llegas a sentirla. La desdicha es más pesada que la Tierra y librarse de ella no es fácil.
Chuang-Tsé
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Por mucho que andes, y aunque paso a paso recorras todos los caminos, no hallarás los límites del alma.
Heráclito
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Lo que no beneficia al enjambre, tampoco beneficia a la abeja.

Marco Aurelio
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El desvanecimiento es un mensajero de la muerte.
Ramón Llull
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Los halagos
La sirena canta con tanta dulzura, que invita a los marinero al sueño. Después se sube a los barcos y mata a los marineros dormidos.
Leonardo da Vinci
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El necio no ve el mismo árbol que ve el hombre sabio.
William Blake
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Si quieres que resuene en tu interior la palabra eterna, es preciso ante todo purgarte de toda inquietud.
Angelus Silesius
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La imaginación no hace sabios a los locos, pero los hace felices, todo lo contrario que la razón que no arranca a nadie de su miserable condición.
Pascal
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La verdad es un error abandonado, al igual que la salud es una enfermedad superada.
Novalis
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La crítica es la tasa que el público impone a los hombres eminentes.
Johnathan Swift
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Crees que persigo lo raro porque no conozco lo bello. Pero no es así, si aparezco persiguiendo lo raro es porque tú no conoces lo que es bello.
Lichtemberg
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Cabe esperarlo todo y temerlo todo del tiempo y de los hombres.
Vauvenargues
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La muerte te llenará de tierra la boca.
Joseph Joubert
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Vivir es una enfermedad de la cual el sueño nos alivia cada dieciséis horas.
Chamfort
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La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad.
Friedrich Nietzsche
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La historia es una petrificación.
Charles Péguy
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La miseria es como el Diablo. Cuando hace un cautivo, lo rodea de excremento.
Léon Bloy
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El ojo escucha, pero la voz ve.
Paul Claudel
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El olor de una concha putrefacta basta para acusar a todo el mar.
Jules Renard 
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Debemos leer a grandes sorbos en la copa de la Quimera.
Giovanni Papini
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La música pasa: el silencio queda.
José Bergamín
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Saber es ir llenando de cajas vacías el desván de la ilusión.
Juan Ramón Jiménez
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Su conciencia estaba limpia. Nunca la había utilizado.
Stanislaw Jerzy Lecz
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La holganza es un alimento, lo mismo que el sueño.
Chesterton
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Las sábanas de un libro. Las páginas de una cama.
Carlos Edmundo de Ory

EL GRAN LIBRO DE LAS EMOCIONES, Esteve Pujol y Pons & Rafael Bisquerra

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ESTEVE PUJOL & RAFAEL BISQUERRA, El gran libro de las emociones, Parramón, Barcelona, 2013, 112 páginas. Ilustraciones de Carles Arbat.


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Organizado en tres bloques temáticos (Desde mi... / Quiero ir.../ Hacia los otros...) presenta relatos con los que ilustrar las emociones analizadas.
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EL RACIMO DE UVAS

   En Rusia había una familia de labradores que tenían una viña que les daba para su consumo e incluso para producir vino para la familia y los vecinos.
   El padre era Iván Páulovich; barba y pelo canosos, calmoso en el andar. La madre, de piel sonrosada, diligente y serena, se llamaba Lisabeta Prokofievna. Cinco hijos rodeaban la mesa: Viadimiro, con 20 años; Hipólito tenía 18; Nastasia, la mayor de las muchachas, había cumplido 14; después venía Aglaya, la más juguetona, con 11 recién cumplidos; y el benjamín de la familia, Fiodoro, con 7 años y medio.
   Un día de septiembre, el padre fue a la viña y allí vio un racimo que parecía decir: “córtame”. Y lo cortó. Cuando lo tuvo entre sus dedos pensó:
   —Mi buena Lisabeta bien se merece que le guarde este racimo de uvas, y al llegar a casa se lo dejó encima de la mesa sin decirle nada.
   Lisabeta sabía que se lo dejó Iván. Cuando estaba a punto de arrancar la primera uva, se le ocurrió:
   —A Vladimiro le gustará comer este racimo cuando vuelva al mediodía. Se lo pondré sobre su cama.
   Vladimiro sonrió al ver las uvas, y ya dispuesto a comérselas, reflexionó:
   —¡Qué buena es mi madre! Yo trabajo mucho, pero Hipólito además tiene que aguantar a la malhumorada dueña del comercio. Se lo dejaré a él.
   Cuando Hipólito vio el racimo, supuso enseguida que era un regalo de Vladimiro. Se lo habría zampado, pero pensó:
   —Nastasia me hace rabiar porque en casa de la modista se lo pasa fatal. Le gustará este racimo. Se lo dejaré en su cuarto.
   Nastasia pegó un salto y dio una vuelta entera sobre sus pies, de lo contenta que se puso.
  —¡Esto es de Hipólito! —se dijo—. En realidad en mi trabajo me distraigo con las clientas. Pero Aglaya se pasa todo el día con una “profesora avinagrada”. Le dejaré el racimo en su mesita de noche.
   Cuando Aglaya vio el racimo, exclamó: ¡Ay, esta Nastasia! Pero se lo daré a Fiodoro, el pequeñín de la casa.
   Y Fiodoro supuso que era Aglaya quien se lo había dejado, pero se dijo:
   —Mi padre pasa todo el día trabajando la tierra. El se merece estas uvas.
   Cuando Iván Páulovich tuvo en sus manos aquel racimo se conmovió; levantó en brazos a Fiodoro y lo besó.
   Antes de cenar, el padre hizo un discurso muy corto, pero lleno de emoción:
  —Lisabeta Prokofievna querida, hijos de mi corazón, ¡qué suerte tenemos!: somos capaces de pensar en lo que hace felices a los demás y hacerlos felices de veras.

Leon Tolstói
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LA EMPATÍA

   La empatía es la capacidad de ponerse en la piel del otro, conectar con la emoción que está experimentando el otro, Si te riñen, te gritan o te pegan, ¿cómo te sientes? Si tú riñes, gritas o pegas a otro ¿cómo se sentirá?
   La comprensión empática requiere inteligencia emocional. Implica un pensamiento de perspectiva: ponerse en el lugar del otro, no sólo de lo que piensa, sino también de lo que siente.
   La empatía es un factor de prevención de conflictos y de violencia, y al mismo tiempo ayuda al bienestar. Es un componente fundamental de la inteligencia emocional. Es la comprensión de las emociones y los sentimientos de los demás.
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   Quien tiene empatía hace a los demás lo que le gustaría que le hicieran. Sabé cómo se sentirán, lo mismo que si lo experimentara. Y no maltrata. Prefiere que los demás se sientan bien, porque así también se sentirá bien. A los padres y a los hijos de la familía del cuento les apetecía el racimo de uvas; pero tuvieron en cuenta que, si a ellos les hubiera gustado comerlo, también a cada uno de los otros les gustaría. Y actuaron en consecuencia.

HISTORIA DEL CABALLERO COBARDE Y OTROS RELATOS ARTÚRICOS, Victoria Cirlot

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VICTORIA CIRLOT, Historia del caballero cobarde y otros relatos artúricos, Siruela,2011, 160 páginas.

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LA TABLA REDONDA

   Estaba un día Merlín con el rey Utherpendragón y le dijo:
   —Señor ha llegado ya el momento de convocar corte pues falta sólo un mes para la fiesta de Pentecostés.  Podríais reunir a vuestros vasallos en Carduel de Gales.
   El rey Utherpendragón estuvo de acuerdo y, entre tanto, Merlín hizo construir una mesa redonda y eligió a cincuenta caballeros del reino, los mejores y los más esforzados. Llegó el día de Pentecostés y a Carduel acudieron todos los vasallos del reino. El rey Utherpendragón se quedó maravillado cuando llegó a la sala y vio una mesa redonda como el mundo y, sentados a ella, los cincuenta mejores caballeros de su reino. Sólo un asiento quedaba vacío, y nadie sabía a quién le estaba reservado. Cuando Utherpendragón preguntó a Merlín, éste le respondió:
    —Sólo te diré que no conocerás a quien aquí se siente, pero has de saber que será quien acabe la aventura del Grial.
   Ésta fue la tercera mesa, pues la primera fue la de la Santa Cena, y la segunda la de José de Arimatea, en la que se apareció por vez primera el Santo Grial. Acabada la corte, sucedió una maravilla: ninguno de los caballeros de la Tabla Redonda quería marcharse y todos aseguraban que, aunque hacía muy pocos días que se conocían, no podían prescindir unos de otros; tal era la amistad que ya los unía. Éste fue el comienzo de la Tabla Redonda, que gran fama alcanzó durante el reinado de Arturo.


EN LAS TRINCHERAS, Gaziel

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GAZIEL, En las trincheras, Diéresis, Barcelona, 2014, 404 páginas.

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En Un periodista atípico (pp. 5-19) Manuel Llanas detalla la peripecia vital que desencadenó la conversión del doctor en Filosofía y Letras Agustí Clavet en el periodista Gaziel. En La cita imposible (pp. 399-404) Plàcid Garcia-Planas cifra "la inmensidad de Gaziel": "describir como nadie esa sensación indigna y secreta, esa tensión profunda e insana, tremenda, que sólo se produce —y reproduce— en el interior voyeur de los reporteros...
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LOS DESERTORES

   10.50 h.
   Interrumpiendo súbitamente la conversación, el capitán ha exclamado, señalando a lo lejos: «¡Allí van prisioneros alemanes! ¡He aquí un lance que no estaba previsto en el programa de nuestra excursión! Quizá les interese a ustedes».
   Hemos mirado, todos a una, hacia el lugar que el oficial indicaba. Por el fondo del camino, medio borradas entre la niebla, divisamos las siluetas de dos soldados franceses, con el fusil al hombro, marchando despacio y vueltos de espaldas a nosotros. Entre ellos iban caminando a compás dos prisioneros alemanes, que denotaban serlo por sus uniformes y el redondo casquete grisáceo que llevaban puesto sobre sus cabezas. Estaban desarmados, sin mochila ni zurrón, y como único equipaje uno de ellos sostenía, colgado de su diestra, un hatillo ligero.
   Les alcanzamos en seguida, y el capitán manda parar los coches. Al vernos apear, los caminantes se detienen y apartan a un lado de la carretera. Los soldados presentan armas al capitán, y los prisioneros se yerguen y cuadran, arrimándose uno contra otro, como si desearan instintivamente protegerse ante el temor de un peligro.
   El capitán interroga primero a los dos soldados franceses. Los dos prisioneros son desertores que acaban de entregarse en las avanzadas. Salieron de las posiciones enemigas al amanecer. arrastrándose para no ser descubiertos, y fueron acercándose a la línea extrema francesa que estaba separada de la alemana no más de cien metros. Cuando llegaron al borde de la zanja se pusieron de pie, levantando los brazos al aire en signo de rendición (para que los centinelas no dispararan contra ellos), y se dejaron caer al fondo de la trinchera francesa donde, a poco, eran detenidos. Ahora se les conducía a Suippes y, una vez interrogados en la comandancia del sector, iba a internárseles en seguida.
   Luego el capitán se dirige a los prisioneros. Son dos mozalbetes flacuchos y rubios, muy jóvenes, de rostro aniñado pero vivo y malicioso, con cierta expresión de truhanería ingénita. A las claras se adivina su origen humilde o más bien miserable, y que sus pocos años se han pasado entre aventuras de pícaro y placeres de arroyo. Al ver que les miramos, se mantienen rígidos, con los brazos pegados al cuerpo, y nos miran a su vez fijamente, no con audacia, sino con la secreta preocupación de adivinar quiénes somos, qué suerte les espera y qué intención es la nuestra. Sus labios entreabiertos, secos, tiemblan de hambre o de miedo.
   «¿De dónde eres?», pregunta el capitán a uno de ellos, en lengua alemana. El muchacho contesta según la costumbre militar de su país, indicando el nombre de la patria chica: «De Sajonia». «¿Qué edad tienes?» «Veinte años». «Y tú, ¿de dónde eres?», pregunta el capitán al otro. «De Prusia». «¿Cuántos años tienes?» «Diecinueve». Entonces el capitán les mira largo rato, de la cabeza a los pies. Los prisioneros soportan el silencioso escudriñamiento con rostro imperturbable. «¿Por qué habéis desertado?», interroga el capitán con voz dura. Los dos muchachos permanecen mudos. «Digo que ¿por qué habéis desertado?», repite el oficial. Nada; los prisioneros no contestan. Pero sus rostros pálidos se vuelven rojos de vergüenza, y poco a poco sus miradas se abaten hasta clavarse en el suelo.
   El capitán sonríe sin añadir palabra, y nos hace signo de partir. Volvemos a los coches. Los soldados franceses y sus prisioneros se disponen también a proseguir su camino. Y en el momento de marcharnos, al dirigir una última mirada a los dos prisioneros, sorprendemos entre ellos un guiño y un gesto que suplen con imponderable elocuencia la confesión que en vano intentó arrancarles el capitán. Los prisioneros se lanzaban una mirada por el rabillo del ojo y se tentaban mutuamente los codos, como diciéndose:
   «¡Ya estamos listos! Eso va a pedir de boca. Dos o tres interrogatorios más, por el estilo, y allá nos veremos alimentados, vestidos, fuera de todo peligro».
   Y los dos pequeños egoístas se regocijaban en secreto, como si acabaran de realizar la más ingeniosa y fructífera hazaña de su vida.

LOS AEROLITOS, Carlos Edmundo de Ory

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CARLOS EDMUNDO DE ORY, Los aerolitos, Calambur, Madrid, 2005, 190 páginas.

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En Fragmen linguae (p.7) Ory expone claramente su poética: "Nietzsche los llama: sentencias y dardos / Novalis los llama: polen / Baudelaire los llama: cohetes / Joubert: pensamientos, Cioran: pensamientos extrangulados, y André Siniaski: pensamientos repentinos / Rozanov: hojas caídas, y René Char: hojas de Hypnos / Malcolm de Chazal: sentido-plástico, y Louis Scutenaire: inscripciones / Antonio Porchia los llama: voces, y yo aerolitos".
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Despedida de los amantes: "Hasta manzana".
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Venimos de un agujero y vamos a un agujero.
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Cada vez somos menos los hombres que no somos nada.
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El grito sale de los dientes, el suspiro de los pulmones, el silencio de los ojos.
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Estoy a punto de vivir.
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El dinero es mierda mágica.
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En la mujer dejo mis huellas digitales.
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De un saco vacío saco el vacío.
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Es una vergüenza que vivamos todos los días.
***
Ver un pájaro libre es estar en una jaula.


EL PAÍS DEL HUMO, Sara Gallardo

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SARA GALLARDO, El país del humo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977, 232 páginas. 

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AGNUS DEI

   Yo, la hermana Catalina, tuve que abrir la puerta a la niña oveja. La traían del sur. De pena, quedé muda.
   A mí me la encargaron. Frotando con aceite sus ro­dillas, pues no caminaba con los pies, la acostumbré a mi Olor. Traté de acostumbrarla. Cantar a los niños de la enfermería me es posible, pero ella no entendía de canciones. Reviví sus años como si fueran míos. Aparecieron en mi memoria intemperie, tierra, vellones. Debí cor­tar la masa de abrojo que era su cabello.
   Los niños del asilo miraban mi ventana cuando sa­lían al patio.
   Dormí con ella, que sufría. Una pieza, Una cama ¿qué le eran?
   Quizá se lo advirtieron; una noche la Hermana Su­periora me sorprendió balando.
   —Se la entregué para volverla humana —dijo.—..., ¿no estará usted volviéndose una oveja?
   Oh sí, quise decir, no lo bastante.
   Di en rogar:
   —Cordero de Dios, ten piedad.
   La tuvo. Ella no sonrió nunca. Mi triunfo —triste—..... fueron sus lágrimas una vez.
   Y murió.
   Fue en setiembre, 1911.
  Ciega, inválida, casi de un siglo, decenas de criatu­ras pueblan mis pensamientos. Nunca crecieron, para mí. Me acompañan, las acompaño en un tiempo sus­penso. Cuando el Señor me llame las llevaré conmigo. Sólo espero una cosa. Su saludo. En la puerta sagrada su sonrisa, que busqué inútilmente. Su saludo antes de morir, aquel balido.

PENSAMIENTOS DESPEINADOS, Stanislaw Jerzy Lec

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STANISŁAW JERZY LEC, Pensamientos despeinados, Península, Barcelona, 1997, 194 páginas.
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En Vida y obra de Stanislaw Jerzy Lec (pp. 147-154) el editor Emilio Quintana (traductor con la colaboración de Anna Luzny) repasa la conocida peripecia vital de Lec y da noticia de su divulgación bibliográfica en Hispanoamérica: Pensamientos despeinados (Plural, nº 54, suplemento 51, marzo 1976. Introducción, selección y traducción de Jan Zych); Los pensamientos despeinados (La semana de las Bellas Artes, México, nº 48, noviembre 1978. Traducción de Krystyna Rodowska); Pensamientos desmelenados (México, UNAM, 1985. Selección, traducción y nota de Florian Smieja); y Pensamientos descabellados (Buenos AIres, Ediciones Carlos Lohlé, 1978, Traducción de Ramón Alcalde A. K, de Colangelo y Roberto Juarroz). 
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Todo está en manos del hombre. Por eso debe lavárselas a menudo.
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Los pensamientos saltan de un hombre a otro como las pulgas. Pero no a todos les remuerden.
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Sueño con un ancla que arrastre la tierra consigo.
***
Un salto moral es más peligroso que un salto mortal.
***
Consejo para escritores: en algún momento hay que dejar de escribir. Incluso antes de empezar.
***
¿Cómo sabe el viento en qué dirección soplar?
***
Que haya muerto no prueba suficientemente que haya vivido.
***
La vida roba a los hombres demasiado tiempo.
***
Lástima que al paraíso se vaya en coche fúnebre.
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Los que olvidan más facilmente aprueban con menos esfuerzo el examen de la vida.

BLANDA INTUICIÓN DE PÁRPADOS, Zakarías Zafra Fernández

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ZAKARÍAS ZAFRA FERNÁNDEZ, Blanda intuición de párpados, 2014.

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MAR DE LEVA

   La brisa lanzó un alarido de monstruo y vomitó piedras que rompieron las ventanas. Una masa enorme de arena se alzó a lo lejos y se derrumbó sobre ellos. ¡El agua me está quebrando la cintura!, gritaba trepando las escaleras, tratando de alcanzar el último escalón que sobresalía del agua. ¡Está ahogando las mesas, las sillas, mi hija!... De pronto un rugido la ensordeció. Estallaron las lámparas. Todo quedó en una penumbra traslúcida.
   [Silencio]
   Al día siguiente tocaron la puerta con mucha insistencia. Era un pescador que cargaba algo parecido a un molusco, una especie de placenta espichada que mantenía en posición de ofrenda. De ella asomaban dos piecitos pálidos, rayados con las venas irrigadas de los recién nacidos.
   —Le traigo a su hija, señora. Me apareció en la puerta esta mañana. Se la envolví en esta bolsa para que no le pegara frío.
   Ella, observando el rostro doloroso del hombre, subió la cabeza en un gesto gallardo y entendió lo que pasa cuando se aborta un amor en el mar.

ESTAMPACIONES, Alena Collar

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ALENA COLLAR, Estampaciones, Editores Policarbonados, Madrid, 2009, 96 páginas.

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CASA NUEVA

   Se levantó, abrió la puerta de la cocina, cogió la bayeta y se puso a restregar con ímpetu el fregadero.
   En ese momento se oyeron voces y Paco gritó:
   —Ya se ha liado...
   —Ya me lo figuro...
   —No podía ser de otra manera, los estaba viendo venir...
   —Sí, ¿los oyes?... los golpes que están dando a la puerta...
   —Déjalos, ya se cansarán...
   —La verdad es que encontrarse a la vuelta de vacaciones con okupas en casa, les debe sentar muy mal...
   Se rieron los dos, mientras se besaban.

AFORISMOS DE ZÜRAU, Franz Kafka

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FRANZ KAFKA, Aforismos de Zürau, Sexto Piso, Madrid, 2005, 168 páginas.

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Esta edición presenta los pensamientos de Kafka acompañados por la palabra de Roberto Calasso, a través de un prólogo y un epílogo que permiten un mejor acercamiento a estos aforismos. En ellos, según el escritor italiano, "toda redundancia, todo caracter accidental, toda insistencia queda abolida. En su sequedad e innegable limpidez, estas frases tienen algo del orden del ultimátum [...]. Son los rasgos súbitos del pincel de un maestro muy anciano, que pone gran atención en esas mínimas oscilaciones del pulso guiadas por un «ojo que simplifica hasta la desolación total»".

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El verdadero camino pasa por una cuerda que no está tensada en las alturas, sino apenas por arriba del suelo. Más pareciera estar destinada a hacernos tropezar que a ser recorrida.
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Existen dos pecados capitales del hombre de los que derivan todos los demás: la impaciencia y la inercia. A causa de la impaciencia fueron expulsados del Paraíso, a causa de la inercia no han regresado. Pero quizá sólo haya un pecado capital: la impaciencia. A causa de la impaciencia fueron expulsados, a causa de la impaciencia no regresan.
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Como un sendero en otoño: apenas ha sido barrido, se cubre de nuevo con hojas secas.
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Una jaula fue en busca de un ave.
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Comprender la fortuna de que el suelo que pisas no puede ser más grande que los dos pies que lo cubren.
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Antes no comprendía por qué mi pregunta no recibía respuesta, hoy no comprendo cómo pude creer que podía preguntar. Pero si yo no creía, sólo preguntaba.
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No es necesario que salgas de la casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti.

RETRATO DE UN HILO, Francisco Javier Irazoki

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FRANCISCO JAVIER IRAZOKI, Retrato de un hilo, Hiperión, Madrid, 2013, 76 páginas.

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Irazoki regala al lector de Retrato de un hilo varios poemas breves de sutileza extrema.
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Guarda el invierno
sus cenizas de sol
en hierba seca.

EL JAIKU EN ESPAÑA, Pedro Aullón de Haro

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PEDRO AULLÓN DE HARO, El jaiku en España, Playor, Madrid, 1985, 120 páginas.

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De un modo sistemático y mediante una estructura diáfana, Aullón de Haro presenta en este estudio la influencia del haiku en la poesía española a partir del Modernismo. Dentro de una organización tripartita, la primera sección se centra en describir las causas de la incursión del haiku en el contexto poético español: ruptura estética e ideológica, novedad y exotismo. En la segunda parte, predomina la descripción de cómo se va introduciendo el género japonés en la literatura española. Finalmente, la tercera parte se caracteriza por mostrar las huellas del haiku en algunos de los principales poetas españoles del siglo XX, como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca.

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ÍNDICE


PRÓLOGO [11]

PRIMERA PARTE: TEORÍA GENERAL

1. Introducción [15]
2. La universalización poética de la Modernidad [17]
3. La novedad como planteamiento estético literario [19]
4. El exotismo: forma de novedad por contraste [21]
5. El jaiku: derivación del exotismo como forma de novedad por contraste [23]
6. El jaiku como un elemento más del caudal de disponibilidad poética en su sentido de totalización cultural [25]
7. El jaiku como inclusión contracultural en corrientes «ideológicas» [28]

SEGUNDA PARTE: DELIMITACIÓN Y PROCESO DE INTRODUCCIÓN DEL GÉNERO

1. De las similiutdes y diferencias entre el jaiku y algunas formas poéticas breves de la literatura española [35]
2. De los orígenes en lengua española [43]
3. Del Modernismo a la Vanguardia y otras diversas manifestaciones [45]

TERCERA PARTE: DETERMINACIÓN TEXTUAL DEL GÉNERO EN LOS GRANDES AUTORES

1. La poética del jaiku en Antonio Machado [55]
2. La mímesis jaikista en J. R. Jiménez [69]
3. La poética del jaiku en Juan José Domenchina [77]
4. La integración del jaiku en Jorge Guillén [83]
5. Los atisbos jaikistas de F. G. Lorca [91]
6. Los atisbos jaikistas de Luis Cernuda [93]
7. Un libro de jaikus de Salvador Espriu [96]

CONSIDERACIÓN FINAL [115]

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Em doblegaven
les mans inconegudes
damunt l'esquena.

[Me doblegan / manos desconocidas / sobre la espalda]

              Salvador Espriu

LAS MIL CARAS DEL DIABLO, José Manuel de Prada Samper

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JOSÉ MANUEL DE PRADA SAMPER, Las mil caras del Diablo, Editorial Juventud, Barcelona, 1998, 146 páginas.

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 Subtitulado Cuentos, leyendas y tradiciones contiene cincuenta y seis relatos de más de treinta tradiciones orales. En Un poco de historia (pp. 11-17) el editor nos recuerda que "en los primeros escritos cristianos, que están redactados en griego, el término hebreo satan se traduce por la palabra diabolus que significa "adversario". Las ilustraciones son obra de Luis Filella.
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¿QUIÉN ES EL MÁS FUERTE?

   Un día, estaban Jack y el Diablo sentados bajo un árbol, discutiendo quién era el más fuerte de los dos. La disputa se fue acalorando hasta que al final, harto de tanta palabrería, el Diablo se puso en pie y levantó una mula como como si nada. Jack se acercó entonces y agarró la mula con la misma facilidad. Picado, el Diablo se dirigió a un viejo y frondoso roble y lo arrancó de cuajo. Jack agarró un árbol igual de grande y lo arrancó tam­bién como si tal cosa. El Diablo partió entonces una de esas cadenas enormes que se usan para agarrar el ancla de los bar­cos. Jack tomó la cadena y la partió todavía más.
   —¡Venga! —vociferó entonces el Diablo—. ¡Esto no son más que juegos de niños! Mañana por la mañana, a las nueve en punto, te espero en el claro grande del bosque. Ya veremos entonces quién tira más lejos mi martillo. El que gane será el más fuerte.
   —Muy bien, allí estaré —repuso Jack.
   Así que, a la mañana siguiente, el Diablo llegó puntualmente al lugar de la cita, cargado con su martillo, que era más grande que una iglesia. También vinieron un montón de personas deseosas de ver quién sería el ganador.
   Jack llegó con retraso, montado en su caballo. Se apeó de un salto y dijo:
   —¡Ya estoy aquí! No perdamos más tiempo, ¿quién comienza?
   —Yo —contestó el Diablo—. A ver, que todo el mundo se aparte. Dejadme espacio.
   Así que arrojó el martillo a lo alto, y éste subió y subió, haciéndose cada vez más pequeño, hasta que era imposible verlo.
   —Bueno —dijo el Diablo—. Hoy es martes. Marchaos todos a casa y vol­ved el jueves por la mañana, a las nueve. El martillo no caerá hasta en­tonces.
   Pues era verdad. El martillo cayó el jueves por la mañana, a las nueve en punto, y abrió un agujero tan grande como el condado.
   Sacaron el martillo del agujero, lo taparon y le llegó el turno a Jack.
   Jack se tomó su tiempo. Caminó alrededor del martillo hasta llegar al mango, lo agarró, y levantando la cabeza hacia lo alto exclamó:
   —¡Cuidado, San Pedro! ¡Sal de ahí, Gabriel! ¡Será mejor que te apartes, Jesús! ¡Me estoy preparando para tirar!
   Pues, naturalmente, Jack pensaba enviar el martillo al mismísimo cielo.
   El Diablo se acercó corriendo hasta él y le dijo:
   —¡Espera un momento! ¡Ni se te ocurra! Cuando me echaron de ahí arriba me dejé un montón de herramientas, y todavía no me las han de­vuelto. ¡Así que ni hablar de tirar allí mi martillo!

[Florida, Estados Unidos]


LAS NUBES PUEDEN SER GEMELAS, José Manuel Otero Lastres

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JOSÉ MANUEL OTERO LASTRES, Las nubes pueden ser gemelas, La Voz de Galicia, A Coruña, 2006, 64 páginas.
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En el Prólogo (pp 7-12) Carlos Reigosa dice de esos Diez cuentos imaginados al pasear "nos conciernen en lo esencial, porque la vida de todos nosotros se mueve también por esos impulsos que manan del recuerdo". Eduardo Arroyo aporta las magníficas ilustraciones.

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EL HOMBRE SUSPENDIDO

   —Doctor, lo lla­man por teléfono. Es del Hospital.
   Se levantó da vie­jo sofá de cuero, descolorido y arañado, apoyando con fuerza sus manos en los mullidos cojines tapizados de pana desgastada. Cada vez le costaba más ponerse en pie, debido a la pérdida de flexibilidad que había ido creciendo con el tiempo casi al mismo ritmo que su sabiduría. Había llegado a ser el más afamado Catedrático de Medicina Legal de su país y gozaba de un reconocido prestigio internacional como médico forense.
   A sus cincuenta y nueve años, seguía viviendo en aquel Colegio Mayor Universitario, en el que había entrado con diecisiete años recién cumplidos para iniciar la ca­rrera de medicina. Tras haber pasado por todos los cargos directivos, con la consiguiente mejora de habitación, ocupaba la mejor de todas: una bu­hardilla sin tabiques de casi sesenta metros cuadrados con vistas al esplén­dido jardín botánico con el que contaba aquella Universidad varias veces centenaria.
   No le extrañó la llamada, ni aunque fueran las once de la noche, ya que todavía no había po­dido librarse de las guardias. La cabina telefónica estaba enfrente de la porte­ría. Era estrecha prevista para un solo ocupante, con un pequeño mostrador para tomar notas, y sin asiento alguno. Como tenía algo de claustrofobia, dejó la puerta entreabierta sujetándola con el talón de su pie derecho.
   ~Si, ¿quién es?...
   A medida que escuchaba atentamente comenzó a escribir en una de las hojas que estaban sobre el mostrador, sujetas con una pinza de carey.
   —Tengo que salir a levantar un cadáver —dijo al grupo de contertulios con los que estaba en un rincón del cuarto de estar de los postgraduados.
   Aquel día de enero de mil novecientos setenta había amanecido con lluvias intensas, que aún no ha­bían cesado a esas horas de la noche. El viento, con fuertes ráfagas, se había inten­sificado a partir del atardecer. Desde el ventanal del cuarto de estar, se veían pasar, bajo la luz de las farolas, goterones alineados horizontalmente que serpenteaban al compás de los aullidos intemitentes del viento. Era una de esas noches desapa­cibles de invierno, que se dan con cierta frecuencia en el interior de Galicia.
   —Te acompaño —dijo con una mirada de misericordia el más joven del grupo, que era profe­sor ayudante de Literatura.
   Tras prepararse convenientemente, se subieron al viejo Morris azul del Profesor y salieron rumbo a la costa. Durante el camino, Lorenzo, que así se llamaba el ilustre fo­rense, le contó que había pedido a todos los Juzgados de la provincia que lo llamaran cada vez que hubiera algún ahorcado, porque estaba haciendo un trabajo para publicarlo en una revista científica portuguesa.
   Pasados tres cuar­tos de hora de viaje, llegaron al puesto de la guardia civil que se encargaba de las primeras diligencias. Era una casa de una planta, con una puerta de alu­minio con rejas, en cuyo dintel había una placa de madera pintada con los colores de la bandera de España, en la que estaba escrito en negro con letras grandes: COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL.
   Les abrió la puerta un guardia joven, de unos veinte años. Detrás del mostrador, estaba el coman­dante del puesto, un sargento que rozaba la cuarentena, que estaba bebiendo un café en una taza esmaltada en blanco con el borde superior de color azul marino. Después de las pertinentes presentaciones y saludos, los dos guardias se pusieron sus tabardos verdes y le pidieron al doctor que los siguiera en su Morris hasta un punto de la carretera, en el que tenían que subirse al coche oficial, porque el acceso a la casa era muy complicado.
   El tiempo había mejorado ligeramente, las gotas de la lluvia ya no eran tan grandes, y habrían llegado a sentir una sensación de bienestar de no ser porque, al aumentar la fuerza del viento, el agua les llegaba de todas partes, sorteando con suma facilidad los parapetos de los paraguas. Después de caminar un buen rato por el monte, alumbrados por las linternas de los guardias, divisaron una casa de piedra y cemento, desvastada por la intemperie, con un portón de doble ho­ja, de cuyo interior salía una luz débil y oscilante, que dejaba vislumbrar en la penumbra la imagen de una mujer con el pelo cubierto por un pañuelo.
   —Está ahí arriba, en el granero —dijo, con dureza.
   Entraron, tras ella, en una habitación bastante amplia, cuyo suelo era de tierra apelmazada y hú­meda, y en la que había una gran chimenea de piedra con unos leños ardiendo, apiñados en un rincón. La luz eléctrica toda~a no había llegado hasta aque­lla parroquia, por lo que se sentaron, a la luz de unas velas, alrededor de una mesa de madera de pino sin barnizar, que estaba en el centro de la estancia. Del cajón de la mesa, la mujer sacó un plato de latón con unos arenques secos, ofreciéndolos cortésmente a los visitantes. Todos rechazaron la invitación, los guardias con una simple negativa, y el forense y su acompañante, con el pre­texto de que ya habían cenado, no olvidándose ninguno de ellos de expresar su agradecimiento.
   —Estaba en la bebida desde que dejó la mar hace quince años. Lo jubilaron a los cuarenta y cinco por una bronquitis crónica de tanto fumar. Cuando volvía de vender la leche, me esperaba en el camino y si no le daba lo que traía, me daba una pa­liza. Después se iba al bar y no volvía hasta el amanecer.... No era mal hom­bre, pero el alcohol, ya se sabe... —dijo con gran entereza y sin el menor aso­mo de tristeza.
   Tras la llegada del Juez, fueron todos al granero, que estaba un poco alejado de la casa. El sargen­to abrió la puerta muy despacio y en mismo centro, colgado de una viga del techo, estaba él, con la boina movida, dejando al descubierto una parte de su calva, que estaba más blanca que el resto de la cara. La cabeza estaba ladea­da hacia la izquierda, en la misma dirección que la lengua que asomaba lige­ramente por la boca. Siguiendo las órdenes del Juez, el sargento lo cogió por los pies. El joven guardia, subido a una banqueta desató la soga de la viga, lo agarró por debajo de los brazos y, ayudados por el Juez y Lorenzo, lo fueron poniendo en posición horizontal, hasta posarlo suavemente sobre el suelo. El doctor lo reconoció con minuciosidad, golpeándolo con una espiga de maíz en los brazos y las piernas con el fin de determinar aproximadamente la hora del óbito por el grado de rigidez del cuerpo.
   Después de relle­nar y firmar el papeleo correspondiente, salieron en silencio de la casa y ca­minaron a la luz de las linternas hasta la carretera. La despedida fue un sim­ple apretón de manos. No había otro deseo que abandonar cuanto antes aquel paraje lúgubre, en el que hasta se contenía el aliento para no resultar conta­giado por tanta pobreza.